- No pude ir al cementerio a llevarles flores. Ni una vela le pude encender aquí. No tengo dinero.
La escucho. Es el día siguiente al de los Fieles Difuntos. Sus memorias se cruzan y confunden. Hace años que no va a un cementerio, posiblemente décadas. Cuando dejó de hacerlo, debido a sus problemas de movilidad, la recuerdo encendiendo velones a las fotos de Cristino, su segundo y último marido, a su papá, a sus hermanas y nietos fallecidos para ese momento, y a la memoria de todo aquel del que tenía un recordatorio de fallecimiento.
Colocaba las fotos y los recordatorios impresos en una esquina de su gavetero y ahí encendía su velón o velones. Siempre había una imagen de Santa Clara y de José Gregorio Hernández, el médico santo para la gente, pero aún no oficialmente para la iglesia católica. “A Santa Clara para que le aclaré los caminos a ellos”, me llegó a decir alguna vez. Supongo, porque nunca se lo pregunté, es que quizás ella ha creído siempre que quien muere necesita claridad para llegar a algún lugar, al cielo, al paraíso. Eso que se promete para los que se van.
No sé en qué momento exacto dejó de encender las velas. Supongo nuevamente que pasó cuando ya no pudo ir a comprar sus velones, o no encontró quien se los comprara sin la advertencia del peligro de un incendio en la casa. Las imágenes de Santa Clara y de José Gregorio Hernández deben andar perdidas en algún lugar. Pero ella recuerda a sus muertos, lamenta no llevar flores, lamenta no ayudarles a ver el camino más claro al paraíso.
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Calculo que José Soriano, mi bisabuelo materno, murió o a final de la década de 1960 o a comienzos de la siguiente, 1970. Y lo supongo, otra vez las suposiciones, porque fue antes de que naciera el último hijo de mi abuela, antes de que se casaran mis tías y antes del nacimiento del primer nieto de mi abuela.
Así que mi bisabuelo José debe tener más de sesenta años que falleció. Y creo que jamás se imaginó que después de tanto tiempo ido de este mundo su nombre y presencia estaría presente siempre entre una bisnieta y su hija menor.
“Soñé con mi papá anoche. Estaba al pie de la cama”. “Mi papá me enseñó a montar caballo”. “Mi papá me mandó a La Victoria porque un Trujillo me quería usar, y yo era una niña”. “Mi papá cocinaba muy bueno, sí”.
Ella nunca lo olvida. Ella siempre me lo recuerda.
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El día de los difuntos fue creado a partir del temor al “fin del mundo”.
Según leí un día, el abad benedictino francés Odilón de Cluny llamó a orar por los muertos a partir del 2 de noviembre del año 998, porque estaba convencido de que el mundo se acabaría en el año 1000. Todo esto porque el abad, hoy santo de la iglesia católica, quedó enganchando en un texto del libro del Apocalipsis que dice: “y cuando se hubieren acabado los mil años será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar naciones” … y luego más o menos se reseña que salvo los santos, que quedarán protegidos, para el resto “descenderá fuego del cielo que los devorará”.
El asustado abad impuso la oración para los santos y la iglesia católica vio una oportunidad en ese miedo, como antes, para borrar del mapa una fiesta dedicada a los muertos que se realizaba para esas fechas en Europa, de origen celta, que hoy conocemos con Halloween.
El mundo no se acabó en el año 1000. Así que recalcularon el mal augurio para el 1033, a los mil años de la muerte del Jesús bíblico. Tampoco se acabo el mundo para esa fecha (ya el asustadizo abad no estaba con vida para hacer nuevos cálculos). Así que se fingió amnesia, se echó al olvido el famoso cálculo del fin del mundo y se dejó el culto a los difuntos.
Casi mil años después, parece que el Halloween vino a recuperar el espacio robado.
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Acostumbrándome a ser la tortuga y no la liebre.
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