marzo 09, 2017

Amelia Francasci y Carmen Natalia: entrevistas a Ylonka Perdomo y Miguel De Mena

Ayer, Día Internacional de la Mujer, se publicó en Diario Libre un artículo que elaboré sobre dos escritoras dominicanas, olvidadas por el canon literario: Amelia Francasci y Carmen Natalia. Aunque no han sido del todo ninguneadas, gracias a algunos críticos, editores, escritores y ensayistas que han reseñado con más o menos datos sus vidas y obras en artículos, blogs y páginas en Facebook.

Dos de estas "rescatadores literarios" son la escritora e investigadora Ylonka Nacidit Perdomo y el editor Miguel De Mena. Ambos han abordado la historia de ambas escritora, y De Mena editó recientemente dos novelas de Francasci, gracias a lo cual me enteré de su existencia.

Publico las entrevistas que les hice a De Mena y Perdomo, vía correo electrónico, en torno a la obra y al olvido literario de estas escritoras.

Amelia Francasci (Amelia Francisca Marchena)


Amelia Francasci, 1901. Colección Ylonka N. Perdomo

Ylonka Nacidit Perdomo

P. Amelia Francasci fue, probablemente, la única mujer además de Salomé Ureña que se destacó como escritora en el siglo XIX, sin embargo es una figura ausente del canón literario dominicano. ¿Cree que el hecho de que no enfocará su escritura en el contexto dominicano ha sido la razón de este “olvido”?

R. A nuestro modo de ver,  su pregunta ha sido inducida por lo que reiteradamente “leemos”:  la opinión tradicional expresada por una “crítica” que no ha tenido  empatía con la autoría femenina, que no se desprejuició en torno a otras autoras que subvirtieron el orden, que hicieron evidente en sus creaciones  un pacto autobiográfico, no meramente intimista, y que nominativamente suprimieron el rol de  sujeto-accesorio en las tertulias,  puesto que reflexionaron desenmascarando el entorno  en el cual advertían un discurso que las narraba “románticamente”.

En el siglo XIX, específicamente en las dos  últimas décadas,  un estallido de mujeres (del norte y der sur de país) que fueron articulistas de opinión en  diarios,  y revistas literarias e ilustradas. Muchos de esos textos -producidos por ellas-  permanecen dispersos sin editarse en colecciones. No obstante, en  la nómina de autoras (poetas, narradoras, periodistas y traductoras)  debe  registrarse dos nombres significativos: Virginia Elena Ortea (1866-1903) y Mercedes Mota (1880-1964) que manifestaron, además, sus tendencias ideológicas y políticas en sus escritos, y estuvieron envueltas como polemistas en torno a un episodio de 1899, lo cual pudo acarrear un debate entre ambas autoras: el ajusticiamiento del tirano Ulises Heureaux. A ninguna de las dos, la “crítica” las define o asume como “viriles”. A Salomé Ureña de Henríquez, sí.

Amelia Francasci (1850-1941) no es la autora decimonónica arquetípica que esperaban. Ella dividió en un antes y un después la escritura de   mujer en la República Dominicana en los ochocientos. Hizo la ruptura con el ámbito de lo doméstico; desorientó a los nacionalistas; puso en crisis los dechados de “virtud” que deben adornar a una madre; se distanció –finalmente- del romanticismo; emergió como novelista para darle a la palabra-de-mujer otros significados, y excepcionalmente narró desde otro ambiente, ficticio, omniscientemente, la tensión que se vive en el mundo desde los enmascaramiento de la  realidad cuando nos enfrentamos a los que somos: contrarios, en tensión.
Amelia Francasci -la escritora que la “crítica” misoginia pretender olvidar y desmeritar-, fue quien inauguró en el país la novela experimental, de suspenso, y psicológica en 1893.

P. ¿Podríamos pensar a Amelia como una escritora rebelde frente al costumbrismo literario de su época (enfocado en narrar la dominicanidad, por decirlo así).

R. La Francasci no encarnaba a una autora simplista, sino  instruida, de consciencia con su oficio, metódica, de  lecturas suficientes;  sabía con cuáles herramientas  y técnicas narrativas suficientes y eficaces podría desde distintos planos  evidenciar a las pasiones mundanas;  cuestionar el orden social subyacente “moralista”, retrógado, etc. para  esbozarlo y  deshilacharlo.

Sus estrategias textuales  se relacionan entre-sí para motivar al lector a continuar  descodificando todos los sintagmas  conexos con el tiempo subjetivo de quien narra. Por ejemplo, independientemente de que la historia de Madre Culpable (1893) ocurra en un Madrid aristocrático, es una novela fundamental en la literatura dominicana escrita por mujer, que nos posibilita decir que con Amelia Francasci surgió un discurso distinto al tradicional, transgresor.

P. ¿Qué tan cierta fue su relación de amistad epistolaria con el escritor francés Pierre Loti? ¿Qué ha pasado con el libro que recoge la correspondencia con él? 

R. Este es un tema pendiente que en mis investigaciones  sobre Amelia Francasci: rastrear, indagar, ubicar ese epistolario, porque sería magnífico leer, de manera fascinante, su vinculación con  este excéntrico escritor-viajero. Espero que la desgracia implacable del hurto de documentos inéditos o de la destrucción no nos impida conocer ese acercamiento entre esos dos personajes de la literatura.

P. ¿Por qué cree que el movimiento feminista de República Dominicana ha obviado su mención o su reconocimiento, como de alguna manera sí ha sucedido con Salomé Ureña? 

R. Su pregunta solo tiene -desde mi perspectiva- una múltiple respuesta posible. Primero: porque las “feministas” del sistema, o agrupadas en el movimiento de mujeres de la República Dominicana,  siguen el canon valorativo de la literatura androcentrica. Segundo: validan los dicho por los otros, por quienes dirigen orgánicamente lo que equivale  semánticamente a “bueno”. Tercero: no se exigen a sí mismas conocer las voces de otras, que no sean aquellas a las cuales los varones le han asignado autoriad en el discurso.

Cuarto: razonalmente no investigan; aceptan lo convencional; no cuestionan el “canon” literario vigente. Lo “verosímil” para ellas es, lo que se ha cosificado de manera vertigionsa a través  de los mitos que validan el Estado patriarcal; son mediáticas, sufren del síndrome de “hazard objectif” (de la coherencia creada) sólo atribuíble al discurso enarbolado por los hombres, y a aquellas otras  cuyo subconsciente, memoria,  consciente, entorno exterior  y  ficional se re-afirma  –asombrosamente-  desde la perspectiva de lo masculino.

En fin,  las “feministas” del sistema  viven una realidad fáctica; sus guías  para análisis de textos no son propias, sino  interpolaciones de lo que dijo el “otro”. Al carecer de una  pluralidad de lecturas,  no le es posible reinvindicar ningún discurso-de-mujer  por falta de autenticidad, y están condicionadas lingüísticamente al discurso machista del “canon”.

Miguel De Mena

P. Amelia Francasci fue, probablemente, la única mujer además de Salomé Ureña que se destacó como escritora en el siglo XIX, sin embargo es una figura ausente del canon literario dominicano. ¿Cree que el hecho de que no enfocará su escritura en el contexto dominicano ha sido la razón de este “olvido”?

R. El problema de Amelia Francasci está en su libro “Meriño íntimo” (1926). La crítica se detuvo ahí, no vio el resto de su obra, la consideró frívola y por eso la desterró. El contenido de las dos novelas de Francasci -"Madre Culpable" (1893) y "Francisca Martinof" (1901)-, le pasó de largo a nuestros lectores, porque se detuvo en una personalidad difícil de resumir, que estaba fuera de los paradigmas tradicionales de “patria”.

P. ¿Podríamos pensar a Amelia como una escritora rebelde frente al costumbrismo literario de su época (enfocado en narrar la dominicanidad, por decirlo así).

R. La rebeldía es un tema muy relativo. Yo diría que más que rebelde ella trascendió el ambiente local, se situó en una sensibilidad postnacional, de época, se negaba a ser “dominicana” en el sentido de no incluir los conflictos tradicionales del país. En nuestro país hay una obsesión en la que el autor tiene que ser “nacional”, tratar temas de nuestra media Isla, y en su caso, al menos en su primera novela, no fue así. En “Francisca Martinoff” los referentes fueron otros. Pero aún así: quedó atrapada entre su primera novela y el libro sobre Meriño.

P. ¿Qué tan cierta fue su relación de amistad epistolaria con el escritor francés Pierre Loti? ¿Qué ha pasado con el libro que recoge la correspondencia con él?

R. Parece que sí. Ella se educó entre el francés y el castellano. Lo que pasó con esas cartas fue el paso del ciclón de San Zenón. Ella vivía sola, la mayoría de sus bienes fueron anegados por esas lluvias, de manera que se perdieron esas cartas.

P.  ¿Por qué cree que el movimiento feminista de República Dominicana ha obviado su mención o su reconocimiento, como de alguna manera sí ha sucedido con Salomé Ureña?

R. En nuestro país, la crítica literatura ha sido muy escasa en el movimiento feminista. Sólo hemos tenido tres mujeres críticas de grandes relieves: Carmen Natalia, Aída Cartagena y Chiqui Vicioso. Pero con nuestras críticas acontece algo parecido: no les ha caído el expediente “Amelia Francasci” porque ella no fue una “luchadora” en el sentido común dominicano.

P. ¿Qué valor entiende tiene la obra de Francasci dentro de la literatura dominicana, así como para la literatura femenina dominicana?

R. Yo le quitaría a Francasci el aditivo de “literatura feminista”. Ciertamente ella trata temas femeninos, pero no aboga por los temas tradicionales de la lucha feminista. Lo suyo es cierto intimismo, una condición humana que se queda dentro de la casa. En “Francisca Martinoff” trata los amores imposibles, el concepto de sacrificio, haciendo una especie de “Bildungs roman”, novela de formación. Lo interesante de la esa novela es la manera en que desarrolla la trama, la precisión del ambiente de cambio de siglo en la sociedad dominicana, el tratamiento de la política, el naciente desencanto ante los caudillismos locales. Eso es lo que la convierte en una gran novela.

P. ¿Qué elementos destacan la escritura de Amelia? 

R. Amelia Francasci se inscribe dentro de una sensibilidad bastante impresionista: ella describe situaciones, personajes, acciones, con pocos recursos, de manera bien condensada. Cuando la leía me sentía como cuando estaba leyendo el “Werther” de Goethe: ese narrar los dolores en los que tú extrañamente te implicas. En ella no hay grandes sorpresas. Su melodrama está muy bien estructurado.

Carmen Natalia (Carmen Natalia Martínez Bonilla)

Carmen Natalia, 1943. Colección Isabel Martínez Bonilla.
Ylonka Nacidit Perdomo

P. Este año se cumple un centenario del nacimiento de Carmen Natalia, ¿qué podría decirnos su trabajo literario hoy en día? ¿Una profecía cumplida o por cumplir, como destaca usted en el artículo “Es preciso soñar con la victoria”? 

R. Carmen Natalia fue una implacable opositora a la dictadura de Trujillo,  que hubiera preferido morir antes que doblegarse.  Humana, medularmente ética, sin máscaras, exploradora ontológica del sentido de la existencia; no dejó que su aliento se fatigara en la lucha, portadora de sentimientos espirituales que comunicaba, deslumbrándonos con su poesía. Ella es merecedora  de ocupar la privilegiada posición  de ser una Poeta de la Patria. Perseguida obsesivamenre por la tiranía, sólo tuvo la posibildiad del exilio, para evitar que el odio la matara a ella,  o ella matara a las hienas colocadas como estatuas de una dinastía en el Estado. 

Carmen Natalia es esteta y artista, escritora y creadora. El centenario de su nacimiento nos encuentra organizando distintas actividades para que ella alcance el tamaño de la eternidad, y su obra poética se busque, se conozca y se comente. Una sola  oración principal puede definir lo que pensamos ahora: Ella es una estrella que alumbra en el infinito,  aun transmitiendo la luz que la atormenta.
Su obra poética desafiante, de plenitud expresiva, es de una singularidad sorprendente; es inspiradora, motivadora para crear una laboriosidad  que permita en el presente derrumbar a los que siguen sedientos de poder, a los corruptibles y corruptores; a los que acosan a los pueblos con sus mentiras; a los que traen oscuros siniestros. Ella es la poeta del exilio que tiene la  dimensión literaria de más grandeza. 

P. ¿Es su poesía escrita en su exilio en Puerto Rico la que rompe con su obra anterior, o mejor dicho, la que define otra trayectoria literaria y cuyos poemas de esa época la ensayista y escritora Chiqui Vicioso la señala como su poesía “más prosaica y militante”? 

R. Carmen Natalia no dejó nunca de escribir. Sus poemas Canto a la tierra (1938),  La Miseria está de ronda (1948), No fue porque yo quise (1949), y El Grito (ca. 1949) son cuatro textos de su obra cumbre desgarradores, que clavan en el alma un aguijón estremecedor. Me pregunto ¿si otra poeta en la dictadura tuvo una  valentía similar: asestarle al monstruo un duro golpe, inquietarlo, desequilibrarlo, alterarlo como lo hizo Carmen Natalia? 

La labor que emprendemos de celebrar su centenario de nacimiento, es también para honrar en vida a Maricusa Ornes (1926)  “despositaria de sus versos”, que  llevó con su voz los versos de Carmen Natalia a distintas tierras y escenarios, al través del arte de la declamación, y que compiló su Obra Poética Completa (1939-1976).

Miguel De Mena

P. Este año se cumple un centenario del nacimiento de Carmen Natalia, ¿qué podría decirnos su trabajo literario hoy en día? 

R. Carmen Natalia Martínez Bonilla es una autora por recuperar. De ella se han recogido sus poemas (casi) completos), pero hace falta el resto de su obra, que sospecho tendrá todavía su familia. Al menos se ha publicado póstumamente “La victoria”, un gran aporte que se lo debemos al crítico Manuel Matos Moquete. Sobre ella cae siempre la estampa de luchadora trujillista. Y claro que lo fue. Pero aparte del valor documental, en su obra hay zonas que todavía son de buenísima literatura.

P. ¿Es su poesía escrita en su exilio en Puerto Rico la que rompe con su obra anterior, o mejor dicho, la que define otra trayectoria literaria y cuyos poemas de esa época la ensayista y escritora Chiqui Vicioso la señala como su poesía “más prosaica y militante”?

R. Ella se consideró siempre una luchadora antitrujillista. Sus poemas –los que escribió en la media Isla y luego los de su exilio-, responden a dos grandes principios: los de tema amoroso y los declaradamente políticos. Lo lamentable es que luego de concluido el trujillato en 1961 la poeta se apagara.

P. He leído que Carmen Natalia no está inscrita dentro de ninguno de los movimientos literarios dominicanos contemporáneos con su escritura. ¿Por qué?

R. Antes de hacerme esa pregunta me cuestionaría en torno a quién le corresponde el derecho de adjudicar escuelas y movimientos. A mí en lo particular el tema me parece secundario. A Carmen Natalia le pasó lo mismo que a Juan Sánchez Lamouth: ninguno encajó en las “escuelas de su época”. Aún así, ambos hicieron grandísimo aportes a nuestra literatura.

P.  ¿Qué elementos destacan en la escritura de Carmen Natalia? 
No me he tenido mucho en la zona más conocida de Carmen Natalia, la poética, porque me seduce particularmente. De su narrativa y su ensayística te podría decir que estamos ante  una autora que destaca por la originalidad en el tratamiento de los temas, pudiendo ser estos en algunas ocasiones bastante “sentido común”. Me explico: en su novela “La libertad” ella le da continuidad a un artículo que había sido incluido en su libro de ensayos “Veinte actitudes y una epístola”: un estudio sobre la escultura “la victoria de Samotracia”. 

Es toda una alegoría al tema de la libertad y la justicia social, las dos grandes banderas contra el trujillato. Ella trata órdenes éticos pero sin caer en una simple denuncia. “La victoria” es una de las grandes novelas dominicanas, por su dinámica, el ritmo y la simpleza de las situaciones que construye. Y sobre todo: porque no te sientes que estás leyendo dentro de una barricada, aunque lógicamente que en su caso, hay una abierta actitud de cuestionamiento al orden social del trujillato.

P.D. Pueden comprar dos de las novelas de Amelia Francasci en Amazon, editadas por Miguel De Mena bajo el sello editorial Cielonaranja. (Para obtener el libro dar click en la imagen).




marzo 05, 2017

Un cuento de Juan Bosch convertido en canción

No he leído todos los cuentos de Juan Bosch. En mi pequeña biblioteca tengo solo un de sus ensayos históricos, sobre la Guerra de la Restauración de 1863. Los cuentos que he leído de él son los publicados de manera dispersa en ediciones escolares, en la internet. Creo que he leído una veintena de ellos así.

Más allá de esto, los cuentos de Juan Bosch son una puerta para descubrirse y descubrir. Los amo, no solo porque están bien escritos, sino porque Bosch tenía la capacidad de lograr una descripción vivida, una manera de convertir sus personajes en palpables, en figuras que salen de las páginas y cobran vida en tu cabeza. Es literatura de la buena. 

Siempre me he quejado de que su afán político aniquiló a su "yo escritor", uno que probablemente de haber seguido con vida nos hubiera regalado mucho más, y quien sabe si hasta un premio Nobel. Y aquí también apunto algo: su literatura es bastante política. 

Pero lo que no fue no será, así que están los cuentos que si están, y unos que han inspirado obras de teatro y hasta música. Y de esto último vengo a traer aquí: una canción hecha desde uno de sus cuentos.

El compositor y cantante es mi esposo, Waldo Rincón, cuyo talento escapa a cualquier vidrio empañado que pueda exponer mi lazo con él (que el amor nos pone ciegos, dicen, aunque muchas veces nos hace también ver con claridad). El cuento es "Un niño" y es bueno que lo lean antes de escuchar la canción, compuesta para un proyecto cultural en que participaron otros compositores y cantantes, todos desconocidos por el establisment cultural dominicano.

UN NIÑO
(Más cuentos escritos en el exilio, 1964)

      A poco más de media hora, cuando se deja la ciudad, la carretera empieza a jadear por unos cerros pardos, de vegetación raquítica, que aparecen llenos de piedras filosas. En las hondonadas hay manchas de arbustos y al fondo del paisaje se diluyen las cumbres azules de la Cordillera. Es triste el ambiente. Se ve arder el aire y sólo de hora en hora pasa algún ser vivo, una res descarnada, una mujer o un viejo.
          El lugar se llama Matahambre. Por lo menos, eso dijo el conductor, y dijo también que había sido fortuna suya o de los pasajeros el hecho de reventarse la goma allí, frente a la única vivienda. El bohío estaba justamente en el más alto de aquellos chatos cerros. Pintado desde hacía mucho tiempo con cal, hacía daño a la vista y se iba de lado, doblegándose sobre el Oeste.
          Sí, es triste el sitio. Sentados a la escasa sombra del bohío, los pasajeros veían al chofer trabajar y fumaban con desgano. Uno de ellos corrió la vista hacia las remotas manchas verdes que se esparcían por los declives de los cerros.
          —Allá –señaló– está la ciudad. Cuando cae la noche desde aquí se advierte el resplandor de las luces eléctricas.
          En efecto, allá debía estar la ciudad. Podían verse masas blancas vibrando al sol, y atrás, como un fondo, la vaga línea donde el mar y el cielo se juntaban. Pasó un automóvil con horrible estrépito y levantando nubes de polvo. El conductor del averiado vehículo sudaba y se mordía los labios.
          De los tres viajeros, jóvenes todos, uno, pálido y delicado, arrugó la cara.
          —No veo la hora de llegar –dijo—. Odio esta soledad.
          El de líneas más severas se echó de espaldas en la tierra.
          —¿Por qué? –preguntó.
          Quedaba el otro de ojos aturdidos. Fumaba un cigarrillo americano.
          —¿Y lo preguntas? Pareces tonto. ¿Crees que alguien pueda no odiar esto, tan solo, tan abatido, sin alegría, sin música, sin mujeres?
          —No –explicó el pálido–; no es por eso por lo que no podría aguantar un día aquí. ¿Sabes? Allá, en la ciudad, hay civilización, cines, autos, radio, luz eléctrica, comodidad. Además, está mi novia.
          Nadie dijo nada más. Seguía el conductor quemándose al sol, golpeando en la goma, y parecía que todo el paisaje se hallaba a disgusto con la presencia de los cuatro hombres y el auto averiado. Nadie podía vivir en aquel sitio dejado de la mano de Dios. Con las viejas puertas cerradas, el bohío medio caído era algo muerto, igual que una piedra.
          Pero sonó una tos, una tos débil. El de ojos aturdidos preguntó, incrédulo:
          —¿Habrá gente ahí?
          El que estaba tirado de espaldas en la tierra se levantó. Tenía el rostro severo y triste a un tiempo. No dijo nada, sino que anduvo alrededor del bohío y abrió una puerta. La choza estaba dividida en dos habitaciones. El piso de tierra, disparejo y cuarteado, daba impresión de miseria aguda. Había suciedad, papeles, telarañas y una mugrosa mesa en un rincón, con un viejo sombrero de fibras encima. El lugar era claro a pedazos: el sol entraba por los agujeros del techo, y sin embargo había humedad. Aquel aire no podía respirarse. El hombre anduvo más. En la única portezuela de la otra habitación se detuvo y vio un bulto en un rincón. Sobre sacos viejos, cubierto hasta los hombros un niño temblaba. Era negro, con la piel fina, los dientes blancos, los ojos grandes, y su escasa carne dejaba adivinar los huesos. Miró atentamente al hombre y se movió de lado, sobre los codos, como si hubiera querido levantarse.
          —¿Qué se le ofrece? –preguntó con dulzura.
          —No, nada –explicó el visitante–; que oí toser y vine a ver quién era.
          El niño sonrió.
          —Ah –dijo.
          Durante un minuto el hombre estuvo recorriendo el sitio con los ojos. No se veía nada que no fuera miserable.
          —¿Estás enfermo? –inquirió al rato.
          El niño movió la cabeza. Después explicó:
          —Calentura. Por aquí hay mucha.
          El hombre tocó su bracito. Ardía, y le dejó la mano caliente.
          —¿Y tu mamá?
          —No tengo. Se murió cuando yo era chiquito.
          —¿Pero tienes papá?
          —Sí. Anda por el conuco.
          El niño se arrebujó en su saco de pita. Había en su cara una dulzura contagiosa, una simpatía muy viva. Al hombre le gustaba ese niño.
          Se oían los golpes que daba el conductor afuera.
          —¿Qué pasó? –preguntó la criatura.
          —Una goma que se reventó, pero están arreglándola. Así hay que arreglarte a ti también. Hay que curarte. ¿Qué te parece si te llevo a la Capital para que te sanes? ¿Dónde está tu papá? ¿Lejos?
          —Unjú… Viene de noche y se va amaneciendo.
          —¿Y tú pasas el día aquí solito? ¿Quién te da la comida?
          —Él, cuando viene. Sancocha yuca o batata.
          Al hombre se le hacía difícil respirar. Algo amargo y pesado le estaba recorriendo el fondo del pecho. Pensó en la noche: llegaría con sus sombras, y ese niño enfermo, con fiebre, tal vez señalado ya por la muerte, estaría ahí solo, esperando al padre, sin hablar palabra, sin oír música, sin ver gentes. Acaso un día cuando el padre llegara lo encontraría cadáver. ¿Cómo resistía esa criatura la vida? Y su amigo, que había afirmado momentos antes que no soportaba ni un día de soledad…
          —Te vas conmigo –dijo–. Hay que curarte.
          El niño movió la cabeza para decir que no.
          —¿Cómo que no? Le dejaremos un papelito a tu papá, diciéndoselo, y dos pesos para que vaya a verte. ¿No sabe leer tu papá?
          El niño no entendía. ¿Qué sería eso de leer? Miraba con tristeza. El hombre estaba cada vez más confundido, como quien se ahoga.
          —Te vas a curar pronto, tú verás. Te va a gustar mucho la ciudad. Mira, hay parques, cines, luz, y un río, y el mar con vapores. Te gustará.
          El niño hizo amago de sonreír.
          —Unq unq, yo la vide ya y no vuelvo. Horita me curo y me alevanto.
          Al hombre le parecía imposible que alguien prefiriera esa soledad. Pero los niños no saben lo que quieren.
          Afuera estaban sus amigos, deseando salir ya, hallarse en la ciudad, vivir plenamente. Anduvo y se acercó más al niño. Lo cogió por las axilas, y quemaban.
          —Mira –empezó–… allá…
          Estaba levantando al enfermito y le sorprendió sentirlo tan liviano, como si fuera un muñeco de paja. El niño le miró con ojos de terror, que se abrían más, mucho más de lo posible. Entonces cayó al suelo el saco de pita que lo cubría. El hombre se heló, materialmente se heló. Iba a decir algo, y se le hizo un nudo en la garganta. No hubiera podido decir qué sentía ni por qué sus dedos se clavaron en el pecho y en la espalda del niño con tanta violencia.
          —¿Y eso, cómo fue eso? –atinó a preguntar.
          —Allá –explicó la criatura mientras señalaba con un gesto hacia la distante ciudad–. Allá… un auto.
          Justamente en ese momento sonó la bocina. Alguien llamaba al hombre y él puso al niño de nuevo en el suelo, sobre los sacos que le servían de cama, y salió como un autómata, aturdido. No supo cuándo se metió en el automóvil ni cuándo comenzó éste a rodar. Su amigo el pálido iba charlando:
          —¿Te das cuenta? Es la civilización, compañero… Cine, luz, periódicos, autos…
          Todavía podía verse el viejo bohío refulgiendo al sol. El hombre volvió el rostro.
          —La civilización es dolor también; no lo olvides –dijo. Y se miraba las manos, en las que le parecía tener todavía aquel niño trunco, aquel triste niño con sus míseros muñoncitos en lugar de piernas. 
Y aquí, la canción.