"Defender la palabra contra la música, el sentido contra el sonido, la verdad contra la belleza, lo natural contra lo acabado. Acudir a un congreso de poesía y pronunciar, como forma de protesta, la palabra lechuga". Batania (Neorrabioso)
Salí de allí empoderada, con mi vestido negro y de lunares blancos, mis zapatos rojos, mis labios de rojo, y un pago por leer poesía que gasté en dos libros media hora después y, más tarde, en la merienda de la semana para mi hijo. También me habían regalado un bono para un libro.
Había que anotarse en una lista y hacer una fila. La fila era larga. Mientras hacia mi turno veía a mi alrededor. Mucha gente caminando de un lugar a otro, muchos niños, padres con caras de hastío y cansancio, dando espacio a un paseo, a un libro regalado para sus hijos, a una salida sin muchos gastos. Era el último día de la FIL y era como todos los últimos días de la FIL: un mar de gente.
Ya me dolían los pies. La fila avanzaba poco, pero no tenía intención de abandonar la posibilidad de elegir un libro dentro de un grupo de libros que quizás tenían años guardados en un almacén. La posibilidad de encontrar una joya. En esos pensamientos estaba cuando detuve mi mirada.
Bajo un alero de la edificación, uno de esos hechos bajo un concepto de arquitectura y arte, estaba un niño sentado. Tenía su atención concentrada en un libro que agarraba con propiedad entre las manos. El niño leía, al parecer, en voz alta, pues veía sus labios moverse, pero no podía escucharlo. Ponía el libro en su regazo, acercaba el libro a su rostro, lo alejaba, lo volvía a acercar. Me detuve en el título. La Odisea.
Tomé varias fotos con mi móvil. Luego me debatí si debía compartir su imagen, su rostro, en las redes sociales. En ese momento la chica frente a mí lo llamó. "Ey, muchachito, ven acá".
El chico se acerca. Le calculo unos doce años, quizás menos.
- Oye, tú te puedes acercar a la mesa de los niños y pedir un libro para mi sobrina.
- No, no puedo. Ellos me anotaron en la lista y ya fui. No van a querer darme otro libro.
Mientras responde, lo observo. Su ropa está desgasta, igual que sus zapatos. Su piel está cubierta de marcas oscuras, como recuerdo de alguna lesión cutánea ya sanada. Su pelo es ondulado y abundante, como si tuviera mucho sin ir a una peluquería. Habla bajito, pausado. Tiene ojos vivaces.
Se retira nuevamente a su rincón. Solo. Levanta el libro y lo acerca otra vez a sus ojos, cubriendo su rostro totalmente. Aprovecho y le tomo otra foto. Ahora su rostro no se ve. Otros niños juegan a su alrededor, algunos bajo la mirada atenta de sus padres. "¡Bájate de ahí!", grita una mujer a una niña que trata de subir por el camino que forma el alero artístico bajo el cual un niño solo lee La Odisea.
La Odisea. El viaje de regreso de Odiseo, o de Ulises, a su casa, a Ítaca. La Penélope que espera, el hijo que espera, los hombres que lo creen muerto, el Odiseo que llega, que mata, que triunfa.
El niño y La Odisea. La ropa gastada, los ojos vivaces, sus labios repitiendo lo que lee, ignorando la algarabía, el gentío, a la empoderada poeta que pronunció la palabra lechuga en una sala climatizada, antes de leer tres poemas en un recital nombrado con una expresión desfasada, de mal gusto. El niño leyendo su versión infantil de La Odisea. Un niño solo leyendo sobre Odiseo, Ítaca, Penélope, Telemaco, los hombres, la furia, la venganza, el triunfo.
La fila avanzó. Dejé al niño atrás. Entre los libros a elegir había poco que elegir. Atrapé uno de Eugenio María de Hostos, "La educación científica de la mujer".
No quise ver nuevamente hacia el lugar en que vi al niño leyendo.
Compartí la foto en Twitter. Recibí decenas de comentarios de respuesta. "Hay esperanza" era la expresión más usada. Alguien me reclamó porque no me acerqué al chico y le pregunté por su nombre, o dónde vivía, o porqué leía con el libro tan pegado al rostro.
Fui una niña sola que leía. Sé que ningún niño o niña que lee en soledad no quiere ser interrumpido. Menos por una poeta que observa y toma fotos, con un vestido negro con lunares blancos, con zapatos rojos, con los labios pintados de rojo. Un niño o niña leyendo solo es un niño o niña que está viajando y nadie quiere interrumpir un viaje para responder las preguntas de una adulta que no conoce.
Quizás el reclamo venía por el lado de que pude ser la salvadora sobre alguna situación alrededor del niño. ¿Salvarlo de qué? ¿Salvarlo de leer? ¿Entregar su imagen al morbo virulento de la sacralización de una pantalla?
Mientras leía esos mensajes recordé que ese día, al caminar a una de las salidas de la Plaza de la Cultura, pensaba en mi soledad, en mi niñez y los libros que he leído. Pensaba en que aún no he leído La Odisea, en la ropa desgastada del niño, en sus ojos vivaces, en su rostro tranquilo, en su voz pausada, en su lectura en medio de la algarabía, en que parecía estar ahí porque quería, en que sabía que ningún adulto le diría "ya, vamonos" o "vamos a comprar un helado".
Pensaba en la odisea de ese niño, en el regalo de verlo y de no haberlo interrumpido. Y deseé que llegara a su Ítaca, que lo esperaran allá, que se vengara y que triunfara.
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