noviembre 21, 2024

21 de noviembre

Nada te prepara para verlo caer, agitando su cuerpo, buscando aire, su rostro violeta, sus ojos fuera de lugar.

Nada te prepara para ser empujada, que te lo quiten de los brazos, que urgen en su boca.

Nada te prepara para las preguntas, para la suposición, para tus gritos sordos de que no, no es eso.

Nada te prepara para verlo sobre el hombro de otra persona, reaccionando, llamándote a gritos, mientras corres pensando que es el último día con él. 

Nada te prepara para escuchar sus palabras entrampadas, balbuceando, casi sonámbulo, casi dormido.

Nada te prepara para su enojo, su llanto, su queja, sus empujones. 

Nada te prepara para la calma simulada, la ignorancia de tus pedidos, la bruma de todos contra ti, de la renuncia y la entrega.

Nada te prepara para el alivio y el grito contenido, y el nudo en tu cuerpo, y su mano en la tuya.

Nada te prepara para verlo, sentado, cantando. Al "aquí no pasa nada" y la incredulidad ante su respiración, ante sus ojos calmos.

Nada te prepara al llanto de tu cuerpo desatado, de besar sus ojos dormidos, de tocar su pecho y comprobar que respira, que su corazón late.

Nada te prepara para levantar la cabeza y sentir el alivio de la segunda oportunidad, la respuesta al deseo de que no pasará, al guiño del ahora no.

Entonces, agradeces que la petición siga vigente, esa que susurraste una noche mientras lo acunabas.

"Primero yo, primero yo".

***

Cuentas mal sacadas. Vendí casi treinta poemarios. O algo así. La mayoría de los vendidos fueron de la edición de mi primer poemario, ese libro del que a veces me arrepiento, pero tiene bonita portada.

Los vendí con rosas, y los regalé también. 

"Mira este poema. Es ella". Dijo casi en susurro a su madre. "¿Quién es ella?", pregunté. "Este poema es como lo que le gustaba a escribir a mi prima, que murió". "Que bueno que la encuentras en ese poema", le dije.

"¿Puede leer un poema", me preguntó. "Claro", le respondí. Lo leyó en voz alta. Hizo una pausa. Lo volvió a leer. "Es profundo". No me compró un libro, pero me contó su historia de amor con Sara, su esposa. Tienen 52 años juntos. Pienso en que me gustaría escuchar la versión de Sara.

"No tengo dinero para comprarlo", me dijo, mientras lo leía. "A ver, ¿cuánto tienes?", le pregunté. "Tengo cien pesos", me responde. "¿Ese dinero incluye tu pasaje"?, le pregunté. "Sí", me responde. "Bien, vamos a hacer una cosa. Me das cincuenta pesos y te llevas el libro", le propuse. "Está bien", me dijo. Salgo a cambiar la papeleta de cien, volteo a verla. Sigue leyendo. Regreso a la mesa, le doy sus cincuenta, me quedo con mis cincuenta. Le paso el libro y la rosa. Agradece emocionada. "Es la primera vez que me regalan una flor", me confiesa.

Ya no tengo ejemplares de Arraiga, mi segundo poemario. Hay que reeditarlo.

***

Haciendo paz con la ansiosa idea de superar el límite de mi tiempo.

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