Seguimos con los estertores del fantasma del duelo. Lo veo y por fin entiendo su presencia, la idealización de su cercanía. El sueño roto que arrastra como la cadena de un condenado.
Por primera vez me reí de su presencia. Tomé una escoba y borré su rastro mientras se transparentaba. En un momento tuve miedo de la nostalgia. ¡Muchos años con su compañía! Miedo de su vacío. Dejé la escoba de un lado y lo vi con atención. El fantasma es un vacío lleno de esa que era yo. La cadena pendía de mi ombligo.
Tijeras en mano, hice el delicado corte. Se esfumó. Tengo, sí, una pequeñita herida, una real, certera y precisa. Una que me recuerda el daño, ahora sí, sin la idealizada presencia de la lejanía.
No sé donde ha ido ahora. Supongo que a ninguna parte y a todos lados, en tiempo pretérito perfecto.
Le dejé una nota, junto a la escoba. Si vuelve espero que la lea.
Nota: Me dañaste, pero yo te maté.
***
No he leído nada al respecto, pero tengo la sospecha que la memoria de los sonidos es lo último que queda.
- Mi mamá, ¿qué música le pongo?
- Mmmm (Piensa). No sé. ¿Cómo es que se llama?
Le menciono nombres, géneros... ¿Bolero?
- ¿Daniel Santos?
- Sí.
Abro el Spotify en mi móvil.
Ella canta el bolero. Mueve su cabeza al ritmo de la canción que habla de desamor, de despecho.
Un rato después me sonríe. Me confiesa que de pequeña quiso aprender a tocar guitarra. Se lo dijo a su madre, mi bisabuela, y le prometió que sí, que un día, cuando fuera más grandecita. En ese momento, me asegura, tenía cinco años.
La promesa nunca se cumplió. No pudo aprender a tocar guitarra. Diez años después huiría de su casa con mi abuelo. Lo hizo enamorada, me dijo alguna vez. "Yo amaba a Agustín", me confesó una tarde, con tono triste y solemne.
Pero sonríe al recordar su sueño de aprender a tocar guitarra.
- ¿Quiere escuchar otra canción?
- Sí, mi hija. Sí.
***
Donald Trump. El mundo parece ahora una especie de tubo de ensayo. Las etiquetas cambiaron, pero siguen cumpliendo su función, asignarnos sitios en el imaginario de los distintos y distintas, a pesar que somos todos iguales.
***
Tengo que escribir, pero leo. Y leo porque tengo que escribir.
Es mi círculo.
***
Una dosis cada doce horas.
Debo recordarlo. Acercarme a él y decirle: "Es hora de la medicina". Le digo que es para que no se ponga enfermo, como se puso varias veces. Su mirada perdida, el temblor de su cuerpo, el mareo, al ausencia.
- Primero, el agua.
Es lo único que me pide. Un vaso de agua. Toma la medicina. Me aseguro que se la ha tragado. Luego, toma el agua.
Parece olvidar el ritual enseguida, pero yo no puedo, no debo olvidarlo.
Toca el piano, ve televisión, juega.
Parece no preocuparse. Parece saberse cuidado. Parece que sabe lo que yo sé: que cada doce horas, no importa que haga o donde esté (ya me tocó salir corriendo, despeinada, y tomar un taxi con el medicamento en las manos, catorce horas después), llegaré con la caja blanca y verde limón, sacaré el frasco marrón transparente y mediré la dosis.
Él sólo estará pendiente del agua.
2 comentarios:
Podrías enviar a Donald Trump a ninguna parte?
Billete de ida y ya!!!
Esas pequeñitas heridas también duelen, y a veces más porque nos toman desapercibidos.
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