Los primeros diez días de un año nuevo son un espejismo de impulso.
Hay que aprovecharlos, creerse bala, proyectil, y tratar de dar en el blanco de la herida que los días que, luego, serán solo eso, días para gastar hasta que nos gastemos.
Al final, el fin y el principio de un año es una convención discutible, pero neciamente necesaria.
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Empecé a escribir un poema.
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Me deben trabajos. Una corrección desde julio. Y una redacción de un documento tan armado de hastío, esperas y remiendos, cuya utilidad venció hace meses, pero al parecer tiene alguna vigencia en ese universo tan confuso de los imprescindibles sin importancia.
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Crisis materna.
Hijo temperamental.
Madre premenopáusica.
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Mi abuela cumplió 93 años. Se me hace más presente y concreta a medida de que se hace más liviana.
Ya sé cuánto cuesta velarla y enterrarla. Trámites de precaución ante lo inevitable.
¿Y si muero primero? Moriré sin alcanzar su liviandad y eso sí que es una tragedia.
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