diciembre 04, 2024

4 de diciembre

Llevarlo al médico. Explicar como explica una madre que tiene un solo hijo: con lujos de detalles y hasta con video. 

Lo revisa. Hace pruebas físicas. Lo mide. Lo pesa. Todo aparenta bien, pero hay que hacer estudios, evitar otro evento en que su mirada se pierde y se hace silencio, y luego no recuerda nada. 

Salgo con la cartera llena de medicamentos, dos indicaciones y una agenda mental de horarios para medicar y un estudio médico que pautar en el peor mes para pautarlos: diciembre.

Él se divirtió en la consulta. Hizo un video. Bromeo y organizó los juguetes de la esquina de los juegos del consultorio. 

***

Una semana atrás. Dolor en el oido. Emergencias y referimiento a un especialista.

Buscar especialista. Ir a la cita. Es inquieto. Camina, revisa, usa el móvil, se sienta cerca de la puerta del consultorio, va al baño. Por fin llega el turno. El otorrinolaringólogo hace preguntas. Yo contestó. Él contesta. Yo aclaro lo que contesta. 

- ¿Es su único hijo? 

- Sí.

- Se nota.

El otorrinolaringólogo me psicoanaliza. Quiero decir que también se le nota y se le notan las muecas tras la mascarilla. Pero me lo callo e ignoro por completo su furtivo juicio de suedo psicólogo...

Tres medicamentos distintos. Horarios de doce, ocho y veinticuatro horas. Empiezo a calcular los horarios y pensar cómo voy a negociar con el hijo cada toma. 

¿Qué otras cosas habrá pensando que notó? Me pregunto, mientras tomo al hijo de una mano y miro a ambos lados de la calle para cruzar.

***

La silla de ruedas es liviana. Se la mandó su hija mayor desde Estados Unidos. Una silla casi nueva, abandonada por alguien que ya no la necesitaba (pienso en las posibilidades en las que se abandona una silla de ruedas que no se necesita, me quedo con dos: muerte o recuperación. Deseo la última). 

La liviandad de la silla es un regalo para ella. Se quejaba siempre del difícil manejo de la anterior, una silla pesada y grande, con algo de óxido  en algunas partes, que llegó también casi nueva a sus manos, pero que ya había alcanzado, y sobrepasado, su vida útil. Ya no podía moverla para poder hacer lo que sus pies dejaron de hacer hace tiempo, llevarla de un punto A a un punto B.

Estaba sola. No debería estar sola nunca. Pero a veces quienes la rodean olvidan que ella no debería estar sola. Así que estaba sola, por ese olvido de todos y todas, a aquellos que parió, amamantó, cargó, les dio de comer, les dio té sin azúcar en las mañanas mientras, llorosa, pensaba en fórmulas para alimentarlos, para que tuvieran un techo o para que estudiaran. Los todos y las todas que vio nacer de sus todos y todas, a quienes también cobijó, algunos de ellos también fueron alimentados por ella, cargados, protegidos, amparados. De esos todos y todas, ninguno estaba y ella tenía que ir desde un punto A a un punto B, desde la galeria al baño.

Agradeció su silla liviana. La giró y la guió por el pasillo. Murmuraba para sí misma, masticaba sus pensamientos de que quizás alguien llegaría, de que algún todo o toda se aproximaría y la llevaría sin muchos contratiempos a su punto B. Su lenta carrera seguía. Nadie llegaba. Mascullaba algún recuerdo, recordaba a la hija que se crió en otro lado, a otra hija que vivía cerca, a la otra hija que vivió aquí y vivió allá, al hijo de la visita diaria y breve, al hijo que trabaja cerca, al hijo que no vive aquí, al hijo que vive aquí pero salió. Se les enredan los nombres. A una hija la llama por el nombre de otra hija, a un hijo lo llama por el nombre de otro hijo. A la nieta que crió la ve junto a ella, cocinando en un anafe, con siete años, subida en dos bloques de cemento para alcanzar la mesa, pero esa nieta nació 20 años después de ese anafe sobre una mesa de madera y el reproche de su compadre: "El día que se niña le pase algo te meto presa".

Ya casi llega. El punto B está cerca. ¡Qué liviana esa la silla! Lo agradece. Es la silla que necesitaba. 

Entra al punto B. Mira alrededor. Está sola. Se acerca a la barranda que le sirve de apoyo para levantarse. Ha perdido fuerzas, esas que la acompañaron durante tantos años, que le abrieron tantos caminos, que la mantuvieron de pie ante sus propios errores. Fuerzas que ahora pedía en oración. Quería fuerza para poder alcanzar la barranda, para poder ponerse de pie, para caminar unos pasitos con sus pesados pies, con sus hinchados pies. Fuerza.

La fuerza le faltó.

Cayó en el primer intento. Sintió su cuerpo resbalar. Batió sus manos en el aire. La barranda estaba lejos, no pudo alcanzarla a tiempo. Así que el único sostén era el de la gravedad que la llevaba directo al piso húmedo del baño. El piso del punto B. 

Entonces lo sintió. Un hoyo negro se abría cerca del dedo gordo de su pie derecho, de su hinchado pie derecho. Gritó con la única fuerza que tenía, la de su voz. Gritó un grito lleno de nombres enredados de sus todos y todas, llamando a cada quien por el nombre de otros quienes. Los llamó a todos y todas, con los rostros cruzados. Llamó a los todos y todas que se habían ido hace tiempo. A su papá, a sus hermanas, a sus hermanos, al hijo que murió de fiebre entre sus brazos, al hombre que amó, al nieto que murió de tristeza, a sus nietas arrebatadas por la enfermedad. Su boca de lleno de nombres, una avalancha de nombres, de rostros confundidos, de adioses.

Estaba sola. No debería estar sola.

El hoyo se abría a sus pies, como otra boca, pero silenciosa. Un hoyo que le tocaba la punta de su pie derecho...

- ¿Cómo llegó aquí?

Era una voz conocida. Un rostro conocido. Era un hijo al que llamaba con el nombre de otro hijo. 

La angustia se le hizo rabia. 

- ¡Estaba sola! 

El hijo transmutado trató de levantarla, pero no pudo. Minutos después otro hombre atravesó la puerta. No era un hijo, un hijo con el nombre de otro hijo, ni uno de los todos que llamó.

Ambos la levantaron.

- ¿Y el hoyo?

- ¿Cuál hoyo?

Miró sus hinchados y cansados pies sobre un charco de agua, quizás. No había hoyo. 

Horas después, mientras contaba la historia a una que era parte de esos todos y todas a los que llamó, sintió el hoyo otra vez, pero ahora se le habría en el pecho.

***

Ayer recibí un correo de un amigo escritor. Insiste en desvincularse de las redes sociales. Es una buena noticia. Me felicita por adelantado por mi cumpleaños. Sé, y creo que lo acompaño en el sentimiento, que es un nostálgico de las cartas. Incluso, un nostálgico de los mensajes parecidos a cartas que podemos mandar por un correo electrónico. 

Me parece que vale la pena esa nostalgia. 

Si cuando no estemos, uno de nosotros termina siendo famoso, pues quizás se recoja ese intercambio de correos electrónicos. 

Nuestras cartas. 

1 comentario:

Víctor Manuel Ramos dijo...

Hay algunas cosas que valen la pena conservarse, pero me haces pensar en esta paradoja: ahora que dejamos mayor rastro en los medios, es más probable que todas esas comunicaciones desaparezcan en un torbellino digital y detrás de todas las contraseñas, mientras que muchas cartas que se enviaban los escritores y artistas de otros siglos están preservadas en su puño y letra en viejos sobres o en las paredes de los museos.

Aparte decir que ese hoyo del que nos cuentas está ahí, en lo que has escrito.