"Alguien toma las palabras para llenar el vacío, para detener los llantos por unos momentos", me hizo recordar a Vallejo en "Masa", pero el cadáver, ¡Ay! siguió muriendo...
Tu último mensaje.
No te respondí.
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Juan Luis Pimentel se fue el lunes, para siempre.
Pimentel, para mí. Ni siquiera recuerdo con precisión la primera vez que intercambie palabras con él, cuándo lo conocí. ¿Fue por este blog? ¿Por las redes sociales? ¿En la librería Cuesta? ¿En alguna actividad?
Quizás él tenía esa memoria exacta.
Lo que sí sé es que desde el momento en que nos conocimos estuvo presente.
Crítico, lúcido, con una especie de sarcasmo cariñoso y hermosamente claro. Un terco, una luz, un hombre que siempre tuvo palabras de aliento, admiración, respeto y enseñanza para mí.
Una porción de un padre que engendró espacios para mis pies.
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La visita quedó pendiente. Me acostumbré a verlo como un moriviví, siempre enfermo, siempre recuperándose. Sábados en la tarde en el Palacio de la Esquizofrenia (el restaurante del hotel Conde de Peñalba, ese lugar en que se me ha abierto y cerrado el alma más de una vez), la bulla del parque Colón, las palomas, y Pimentel hablándome de política, de la sociología, de este mundo pequeño, y yo hablándole de lo mismo pero sin la intensidad de la experiencia que lo marcaba, al ritmo de sus cigarrillos, su carcajada.
Nunca se podía discutir sobre el cigarrillo.
En su cama, acostado con una laptop y el teléfono celular. Trabajando.
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Una vez fue a casa. Bebimos vino. Hablamos de poesía.
Vallejo, siempre Vallejo.
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Moriste un lunes, soleado. No un jueves lluvioso de Vallejo.
Ese lunes, 3 de julio, era aniversario de la muerte de Jim Morrison, quien murió en París, como profetizó Vallejo para sí mismo. El poeta peruano murió en París, pero un viernes, 15 de abril.
Morrison falleció un sábado.
La muerte le huye a las azarosas coincidencias, en la medida de sus posibilidades.
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Me sentía rara sentada en el banco, sin valor de verte de cerca.
La gente entraba, rodeaba el ataúd y conversaba mirándote. A veces te daban la espalda, y seguían conversando. Detrás de mí escuchaba conversaciones. Un almuerzo programado que no será, cuestiones sobre quién vendrá, preguntas sobre horario de entierro, una voz lúcida de alguien que después de tocar tu frente y limpiarse las lágrimas dice que odiarías todo lo que te rodeaba ahora.
Y te reirías también, con el justo comentario, con la acertada broma, con tu cigarrillo entre los dedos.
Me quedé en silencio por un largo rato, preguntándome si quería tener esta última imagen de ti. Pimentel en silencio, sin su cigarrillo, sin sus ideas revoleteando, sin sus ojos mirando, sin sus piernas cruzadas, sin sus excusas sobre su salud.
Al final, siempre hay un final, decidí que te vería, que quizás también necesitaba ese recuerdo de ti.
Gracias, le dije a tu silencio.
***
Masa
César Vallejo
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
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