La parte más visual de estas fiestas son las compras. La gente gasta, muchas en exceso. Otras aprovechan para comprar la ropa que usaran todo el año, para regalar a sus hijos los juguetes que sólo pueden regalarle en esta época (que usualmente le significa ingresos extras). También están los otros, los que no pueden ir a las tiendas, ni armar una súper cena, ni celebrar la costumbre heredada por siglos del nacimiento de un salvador, un Mesías, porque no provienen de una cultura judeo-cristiana.
Pero en medio de toda la bulla y de las razones históricas que acompañan esta fiesta existe un sentimiento compartido por la mayoría: el deseo de estar junto con las personas que más queremos. Ahí la riqueza, para mí, de esta fecha. Aunque deberíamos hacer parada todo el año junto a los nuestros, es en diciembre en que las personas se mueven de un lugar a otro con el fin de estar al lado de sus familias, de la gente que quiere.
La mesa puede estar vacía. El arbolito puede estar ausente. Las ropas pueden ser las mismas de todos los días. Los regalos pueden no llegar. Lo importante, ante la ausencia de todo eso, es voltear el rostro y vernos con alguien que por sangre o amistad nos devuelve la sonrisa y el abrazo.
A ustedes que han acompañado muchos días de este año. A ustedes, los cercanos y los lejanos. A ustedes, los que han tenido que marchar a otras tierras pero que dejaron en mi jardín una flor y siguen, a pesar de la distancia, siendo parte de mi cotidianiedad. A los que herí por alguna razón. A los que me hirieron en algún momento. A los que han sido humanos y no perfectos...
A ustedes, mi eterno abrazo y mi único deseo: que mañana puedan, al voltear el rostro, encontrar una sonrisa y recibir el abrazo de ese otro que es parte de sus días, sea quien sea.
Esa es en la Navidad que creo.
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