Desde el lado contrario los veo caminar. Mujer, hombre y dos niñas.
Deben cruzar una avenida. No hay pasos ni puentes peatonales. El hombre carga a ambas niñas, una en cada brazo. Voltea la cabeza a un lado, entrecierra los ojos. La mujer hace lo mismo. Dan un paso adelante, dan un paso hacia atrás. Coordinados, nerviosos.
Cruzan.
Sus pasos largos los dejan en una isleta. Un espacio que estoy segura estaba para otro uso, pero la prontitud de la inauguración antes de finalizar el periodo de gobierno, o el presupuesto acortado a pellizcos de cubicaciones extras, lo convirtió en una isla media desértica, con una población escasas de palmeras media secas.
Para saltar a los pasos coordinados, nerviosos, hay una barrera. Un metal que sirve para evitar que un automóvil cruce del otro lado, quizás, o puesta ahí porque tal vez el diseño decía que ahí iba, o tal vez porque no iba, pero había que poner algo. Ambos alzan una pierna, el hombre, con las dos niñas en cada brazo, hace el equilibrio justo, necesario, para que las niñas sigan a salvo lejos del piso. La mujer, con sus brazos libres pero con el susto vivo, pisa la frontera más allá de la barrera primero que su pareja.
Se alinean, voltean la cabeza hacia la dirección que vienen los carros, autobuses, motocicletas... entrecierran los ojos.
Miden el paso. Vacilan. Miden, otra vez. Vacilan, otra vez. Se quedan quietos.
Espejea el asfalto. Mareas grises, sin otra agua que la dureza derretida en los ojos.
El primer paso firme. La carrera.
Llegan al otro lado.
Han vencido.
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