Llego puntual y ansiosa. Lo primero que hago es escudriñar el cielo. Nada, aún nada. Camino y me reencuentro con uno que otro recuerdo. Busco un lugar y me siento.
El cielo está algo nublado. Recuerdo que antes de llegar habían caído unas gotas de lluvia que, sumadas a las calinas de estas tardes de octubre, lograron hacer un poco más incomoda mi estancia al aire libre.
Miro nuevamente al cielo. Al reloj. Cinco minutos de retraso. Puede ser que no, que no pase. Saco el celular de la cartera y transmito mi paulatina pérdida de esperanza en un mensaje de texto. Veo mi lectura pendiente al devolver el celular a su sitio. La llama doble, Octavio Paz, página 180.
Leo. He prestado poca atención a lo que me circunda y que está ahí a pesar de mi indiferencia. Levanto la vista. Pasos van y vienen. Gente, colores, olores…página 188. Un ruido me distrae. Sonrió.
Una avioneta. Cientos de pequeños papeles empiezan a caer. Llueve poesía. Así lo anunciaron y ahora lo veo. Debo tener cara de niña de 10 años, alguien me dice que suelo ponerla cuando algo libera mi infancia interna. Ese algo baila en el aire y va cayendo al suelo.
“¿Qué es eso? ¿Dinero?”, pregunta una joven. “Son papeles”, dice un chico que no debe pasar de los 20 años. “Son poemas”, contesto. La chica ríe. “Deberían tirar cuartos (dinero)”.
Tomo fotos con mi pequeña cámara. Recojo los papeles que han caído. Son fragmentos de poemas. Rafael Cadenas (Caracas, 1930), Roberto Sosa (Honduras, 1930), Rannel Báez (Azua, 1963), José Alejandro Peña (Santo Domingo, 1964). Nombres y fechas de nacimiento. ¿Habrán pensado alguna vez que sus versos caerían desde el cielo?
“Periodista, ¿qué es esto?”, me dice un chico con un tono burlón. “Poesía”, le digo. “¿Y qué hago con ella?”, me pregunta. “Regálasela a tu novia”, le digo. Cientos ven el cielo. Un hombre, recostado en una pared mira la lluvia de papeles. “Es lo único que saben hacer, ensuciar”. Lo miro por un instante, pero un papel que cae frente a mí le roba mi atención a su comentario.
Guardo la cámara. Otra chica con otra cámara, pero profesional, también toma fotos. Esas quedaran mejor que las mías. Camino. Del piso rescato 10 volantes. Veo otros nombres y otras fechas de nacimiento. Otros que supongo tampoco imaginaron que alguna vez sus versos caerían desde el cielo una tarde de octubre, a una temperatura de 37 grados.
En mi trayecto veo muy pocos volantes en el piso. Los versos han encontrado casa, pienso, en las manos y los ojos de esos que caminan cerca y lejos de mis pasos. Otros acabaran en cualquier zafacón, o peor aún, en la cuneta, o en la calle, junto con otros tantos desperdicios que adornan la ciudad.
Leo un volante. Versos de Jorge Boccanera (Argentina, 1952)
“La muerte afila un palo,
una daga de palo, un palo de tambor,
un caballo de palo,
una cuchara.
La muerte trabaja a la vista de todo el mundo”.
El cielo está algo nublado. Recuerdo que antes de llegar habían caído unas gotas de lluvia que, sumadas a las calinas de estas tardes de octubre, lograron hacer un poco más incomoda mi estancia al aire libre.
Miro nuevamente al cielo. Al reloj. Cinco minutos de retraso. Puede ser que no, que no pase. Saco el celular de la cartera y transmito mi paulatina pérdida de esperanza en un mensaje de texto. Veo mi lectura pendiente al devolver el celular a su sitio. La llama doble, Octavio Paz, página 180.
Leo. He prestado poca atención a lo que me circunda y que está ahí a pesar de mi indiferencia. Levanto la vista. Pasos van y vienen. Gente, colores, olores…página 188. Un ruido me distrae. Sonrió.
Una avioneta. Cientos de pequeños papeles empiezan a caer. Llueve poesía. Así lo anunciaron y ahora lo veo. Debo tener cara de niña de 10 años, alguien me dice que suelo ponerla cuando algo libera mi infancia interna. Ese algo baila en el aire y va cayendo al suelo.
“¿Qué es eso? ¿Dinero?”, pregunta una joven. “Son papeles”, dice un chico que no debe pasar de los 20 años. “Son poemas”, contesto. La chica ríe. “Deberían tirar cuartos (dinero)”.
Tomo fotos con mi pequeña cámara. Recojo los papeles que han caído. Son fragmentos de poemas. Rafael Cadenas (Caracas, 1930), Roberto Sosa (Honduras, 1930), Rannel Báez (Azua, 1963), José Alejandro Peña (Santo Domingo, 1964). Nombres y fechas de nacimiento. ¿Habrán pensado alguna vez que sus versos caerían desde el cielo?
“Periodista, ¿qué es esto?”, me dice un chico con un tono burlón. “Poesía”, le digo. “¿Y qué hago con ella?”, me pregunta. “Regálasela a tu novia”, le digo. Cientos ven el cielo. Un hombre, recostado en una pared mira la lluvia de papeles. “Es lo único que saben hacer, ensuciar”. Lo miro por un instante, pero un papel que cae frente a mí le roba mi atención a su comentario.
Guardo la cámara. Otra chica con otra cámara, pero profesional, también toma fotos. Esas quedaran mejor que las mías. Camino. Del piso rescato 10 volantes. Veo otros nombres y otras fechas de nacimiento. Otros que supongo tampoco imaginaron que alguna vez sus versos caerían desde el cielo una tarde de octubre, a una temperatura de 37 grados.
En mi trayecto veo muy pocos volantes en el piso. Los versos han encontrado casa, pienso, en las manos y los ojos de esos que caminan cerca y lejos de mis pasos. Otros acabaran en cualquier zafacón, o peor aún, en la cuneta, o en la calle, junto con otros tantos desperdicios que adornan la ciudad.
Leo un volante. Versos de Jorge Boccanera (Argentina, 1952)
“La muerte afila un palo,
una daga de palo, un palo de tambor,
un caballo de palo,
una cuchara.
La muerte trabaja a la vista de todo el mundo”.
Esta original lluvia de poesía fue auspiciada por la Secretaría de Cultura como parte de las actividades del II Festival Internacional de Poesía, que finaliza este domingo. Los volantes fueron lanzados sobre la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)