junio 29, 2024

Retrocrónica de un poemario

Tres semanas después, volteo el cuello de la memoria. Cierro los ojos. Hay que cegarse para verse por dentro, para evocar, para recordar y tratar de rescatar el sentido de lo sentido.

Los que escribimos tenemos esa vocación alimentada de contarnos a nosotros mismos/mismas. No es del todo ego, es también insistencia y, por supuesto, falta de interés de otros que cuenten que aun se presentan libros, porque si no envías una nota eso no se va a saber. Peor, que después de presentar el libro tienes que sentarte a escribir una nota y mandárselas, porque la presentación de un libro, y para más de un poemario, no es algo que interesa. Y ya los suplementos literarios no existen.
Contarse también es quejarse.

Así que podría empezar por decirles que el jueves 6 de junio de 2024 presenté mi tercer poemario, que se llama Jamás Perder. Pero para serles sincera, el cuento de esa presentación no comienza esa noche lluviosa de un junio, cuando me entretenía hojeando un libro con mi nombre en la portada, mientras veía al editor de ese libro caminar nervioso, tratando que todo saliera bien.

El cuento, mi cuento, empezó mucho antes. Podría citar varios puntos de partida. Decirles que todo empezó un año después de que se publicara mi segundo libro, también de poemas, y me dijera "tienes que escarbar para encontrar una voz". O quizás fue semanas después de eso, cuando me pregunté, "¿Sobre qué vas a escribir?". También puede ser el día, a meses de distancia de esa pregunta, en que apunté en alguna libreta: "Escribiré sobre maternidad". O cuando se lo dije al esposo. Tal vez cuando empecé a escribir, escribir... y después borré todo lo escrito, y solté porque no hallaba ninguna voz. Probablemente pueda decir que todo empezó el día en que escribí sobre un corvato, o cuando vi flotar a un hijo y pensé en el mar y escribí en ese pensamiento. 

O quizás fue el día que salí enojada de un encuentro, con una veintena de hojas grapadas dentro de la cartera, porque me habían sacado cuentas. Diez años sin publicar. Y escribí de una sentada un poema rabioso.

Contarse también es desahogarse.

No, podría empezar por la tarde en que me senté con Harry Troncoso, mi editor, a hablar de esos poemas y, por fin, darme cuenta del claro canto de una voz.

O podría empezar por lo más concreto. El final de ese cuento sobre escribir poemas y publicarlos. Y ese final, que es esta retrocrónica, fue un jueves, distinto pero igual al de un poeta peruano que escribió que moriría un jueves; uno lluvioso, tal cual como el imaginado epitafio del poeta peruano, con la diferencia que no era en París, ni era otoño, sino las últimas semanas de una primavera caribeña en Santo Domingo.

***

Iba a llover. Era seguro. Como los días anteriores. Pero me puse un vestido estampado de flores azules y unos zapatos rojos con tacones. Tomé el móvil, abrí una app y pedí un taxi. Eran las 4:30 de la tarde. 

Llegué primero que todos y más temprano de lo que imaginé. "Estoy aquí", escribí por WhatsApp al editor de Ladiabla Ediciones, Harry Troncoso, un hombre de fe en la literatura, o sea, una especie en peligro de extinción. 

Me responde, dándome razones de su posible retraso tempranero, asuntos de tránsito en días de lluvia en Santo Domingo. Lo habitual. Así que me senté y empecé a repasar los poemas que leería horas después. Tome una foto de mis zapatos rojos y di constancia de ellos en mi cuenta de Instagram, anotando lo que hace unos días atrás me di cuenta: la casualidad de presentar libros siempre calzando zapatos rojos. 

Quien lleva la logística, en el Centro Cultural Banreservas, se acerca y me saluda, me da algunas indicaciones, me hace algunas preguntas. "Sí". "Luego". "Llegué temprano para no retrasarme". "No hay problema". "Ya viene de camino". "Subo en un rato al salón". 

Tío Víctor entra. Nos abrazamos. Me alegra verlo. Me explica que anda por la zona porque tenía una diligencia por allí y que se quedó porque "no valía la pena irse y luego tratar de volver, con estos tapones". Me dice que va a resolver algo y que regresa.

Casi las 6:00 de la tarde. El editor llega con esa actitud ambigua y contradictoria que da la agitación del sosiego. Con él, Marcela y Angie, su equipo. Subimos a la segunda planta, al salón. 

Todo está dispuesto. Dos sillas, una mesita, un pequeño florero, dos copas, dos botellas de agua. Al fondo, el chico del sonido. Todos se movilizan, menos yo. Me siento y me pregunto si las cerca de 60 sillas serán ocupadas, si interesa eso de sentarse a escuchar leer poesía. 

Llega Johanna, Jenny y a la Johanna que usualmente nombramos por su apellido, Tamariz. Ellas, mis amigas desde la adolescencia. Sonrientes, felices, presentes, solidarias. Empezaron leyendo mis palabras bonitas de adolescencia, ahora vienen a escuchar a una mujer que, como dice un verso del poema que escribí de una sentada, enojada, es "una mujer poeta que deja de sangrar".

Juntas volvemos a ser un poco las colegiadas de antes, contándonos los pormenores que se nos acumulan. No me doy cuenta por un momento, entretenida en los comentarios y risas, de que llegan más personas. Pero el rumor de las voces me hace levantar la vista. Entonces, me muevo. Empiezo a saludar, a abrazar, a sonreír.

- Una vez un periodista fue a la presentación de un libro de René del Risco. Me preguntó que cuándo llegaba el señor René. Le dije (Miguel sonríe con picardía y suspira) que quizás podría llegar.

Nos reímos. 

Empezaron a llegar otros conocidos, familiares, mi madre con un ramo de girasoles. Me los entrega y me abraza. Las flores son del esposo, que decide mantenerse al margen de todo lo que revolotea a mi alrededor. Se mueve, eso sí, con el editor, con el equipo. En algún momento me sonríe desde una esquina y le sonrío. 

Me siento en una de las sillas. El editor se acerca. "Vamos a empezar". 

7:15

***

El editor y yo dialogamos. Señalo asuntos sobre el poemario. Hago filosofía sobre escribir, borrar, volver a escribir y decidir publicar. La escritura es un ejercicio solitario, pero escribimos para alguien, creo que digo. Y sí, a veces lo hacemos para nosotros mismos, pero casi siempre es para que nos lean otros.

No recuerdo con exactitud que dije o quise decir y no dije en ese primer momento, antes de empezar a leer. Opte, eso sí, por ser lo menos ceremoniosa posible. 

En algún momento vi gente entrar, rostros conocidos, personas de puentes, de siempres. 

Me dispongo a leer el primer poema. Es de mi libro anterior. Del único ejemplar que me queda en casa, uno con un particular y común error: la portada está al revés de los textos, o puede ser que sean los textos que estén contrarios a la portada. Tomo el libro, leo "Mamá" y se me anuda la garganta. Ella está frente a mí y es la primera vez que escucha ese poema de mi voz. Debía llegar ese día. Ella también tiene, como yo, los ojos llenos de lágrimas. Y si tratara de hablar, sé que también se le ahogarían las palabras, como me pasaba a mí. Nos miramos cuando termino de leerlo.

Respiro, me recompongo y sonrío. Hay aplausos

Leo, ahora sí, los nuevos poemas. Aquí copio la secuencia que escribió Harry Troncoso, el editor, días después, en una crónica que publicó en la página web de su editorial.

(Acto de fe)                     
¿Dónde están tus libros, poeta?
¿Dónde están tus reseñas?

(Veinte de diciembre)
¿Dónde está el viento frío que te espera?

(Corvato)          
Sonríes para alimentar al cuervo
que me comerá los ojos

(De la arena)  
el mar lejos está de este deseo de rehacerse / (…)
en principio / el hambre / (...) 
es hora de comer
de atragantarse los corales blanqueados 
de abrazar los peces muertos

(Abandono)
la memoria es un cajón de corotos
un hoyo en la pared
un sitio que se inventa desde lo que se olvida / (...)
¿qué te dejo?
demasiadas palabras.

Hablo sobre otros asuntos, quizás caí en algún lugar común e hice un mal chiste. Pongo dedos en llagas. Reparo en las pérdidas y las ganancias en esto de ser mujer y madre y poeta y escritora y... 

Vuelvo a leer (y vuelvo a copiar)

Tanatofórica

(...)
Te llamé, te nombré
pequeño pez sobre la arena
tu encomienda fue decirme
hay otra ley, negarse al nombre 
al sentido lineal de la dicha
volverse escarabajo.

Me hacen preguntas. Respondo haciendo muecas, riéndome, saludando, moviendo las manos, buscando una forma correcta de sentarme, cruzando y descruzando los pies. 

Leo un último poema (copio los versos que eligió el editor para su crónica).

(…) 
los pies en el piso 
las puertas cerradas
y todo tiembla. 

Harry despide. Agradecemos. Bajo de la pequeña tarima. Saludo, abrazo y me abrazan. Recibo felicitaciones. Soy una mujer de zapatos rojos de tacones y vestido estampado de flores azules que desciende de su transitorio y efímero trono, de su instante de palabras, del púlpito de su voz. 

Afuera hay una mesa, con libros bien dispuestos. Escribo dedicatorias con mi torpe grafía. Puentes, alas, palabras. Siempres. 

Hay poses y fotos. El salón queda vacío. La gente se marcha. 

Salgo a la calle. El esposo va a buscar el vehículo. 

Es un jueves lluvioso. Es una moribunda primavera caribeña en Santo Domingo. Calzo unos bonitos zapatos rojos. Leí poemas. Presenté un libro. 

¿El poeta peruano? Murió un viernes de primavera.