No uso las palabras. La abrazo. Ella llora. Yo no puedo contener las lágrimas.
Mientras alrededor de nosotras otros oran, leen versículos de la Biblia y hablan de la creencia en una vida después de la muerte, conversamos, ella en un sofá y yo sentada en el piso, a sus pies, sobre el presente de la muerte.
Me cuenta que la enfermedad de su padre no lo convirtió en un hombre resentido, ni malhumorado, ni rencoroso con la vida. Aceptó, vivió dos años sin que sus riñones funcionaran, como un episodio de cada día.
Ella, hija que restituyó el lazo, que tomó el peso de su sangre y lo convirtió en abrazo, pasó muchas de las últimas horas de su padre a su lado. El padre que en muchos momentos fue reclamo de ausencia, fue presencia en los años que su hija regaló el puente, un regalo que aceptó.
Ella llora. Me hace preguntas. ¿Qué sentido tiene?, me dice. Me pregunta por el sentido de la despedida. Yo, hecha de tantas despedidas que aun buscan sentido, hecha de un padre a quien maté y resucité, le digo que las despedidas no tienen sentido, que la muerte nunca es justa, que el sentido podría estar en la vida, entre el punto de inicio y el final.
- Eso me enseñó.
- Ese es tu regalo.
A veces el amor del peso y el abrazo recaé en el regalo inesperado del sentido cuando se parte, cuando esa partida es un episodio de día a día, cuando ese día a día se vive para decir adiós cruzando un puente.
***
El chofer es haitiano. La voladora, ese pequeño minibús reconvertido en transporte de pasajeros, con asientos soldados en la improvisación de un espacio robado, va a la par de la velocidad y el caos de su español con acento francés.
Habla de lo que ha sido su vida en el país que ahora solo es signo de huída. Nos habla de todo lo que debe y agradece. Nos enseña papeles de una residencia que no le quieren renovar. Tiene un recibo de pago de impuestos. Nos dice que ha sido feliz aquí, que ha hecho una vida, que sus hijos han nacido aquí, pero ahora se tiene que ir "hasta que esto se calme".
- Si me toca pelear, peleo con ustedes.
Hace bromas, se ríe. Algunas (todas somos mujeres), defienden su forma de pensar. Otras dejan escapar ese dejo de superioridad, la que habita en ver al otro como un inferior.
Digo cosas banales. Le digo que se cuide, que ande con su carpeta con sus papeles, esos que no le quieren renovar, con ese recibo de pago de impuestos.
En algún momento su mirada me mira desde el espejo retrovisor. Reconozco esa mirada.
Es la misma que vi hace más de treinta años atrás en el rostro de mis padres, días antes de irse del país donde nací, hacia un destino desconocido, justificado por sus esperanzas.
***
Fito.
Una tarde de un día de un mes del 2006, estaba sentada en una pequeña oficina, en una casa, en un lugar. Dos hombres me acompañaban, dos amigos, los consideraba en ese momento y los considero ahora, en 2023, a pesar y debido a todos los caminos de estos años. Pero ese día de 2006, estabamos allí, escuchando música, creo que había una cerveza, o no... mi único recuerdo nítido es cantar, junto a ellos, esa canción. Al lado del camino.
Anoche, 23 de septiembre. Veo, escucho y canto a toda voz la misma canción, coreando a su compositor y su interprete. Fito mueve su cabeza al ritmo que le dictan los dedos sobre el piano. Es un hombre de belleza extraña, única. Ya no es un flaco de larga melena como lo he visto en videos viejos. Es un hombre que de vez en cuando pasa sus manos por sus rulos canosos, ya no largos, pero no tan cortos.
Tomo el celular. Mientras canta Al lado del camino.
Termina la canción. Abro el Whatsapp. Le escribo a uno de los amigos de esa tarde de un día de un mes del 2006. Le envío el video, recordando ese lazo. Me responde. Nos queremos en esas heridas y alegrías de estos años.
Acaba el concierto. Canté a toda voz, a todo pulmón, el milagro de la vivencia de un hombre salvado por la luz de su talento, salvado de él mismo y del mundo.
Abrazo a quien amo, a quien me ama. Saludo a gente, recibo y doy aprecio, gestos, besos.
Reviso mi móvil y me doy cuenta que el video que envíe no grabó la canción. Apreté el botón rojo cuando finalizó, no cuando empezó. Le escribo al amigo, pido una disculpa, algo vergonzosa. No le da la importancia a ese error que yo sí le doy. Me agradece la presencia lejana. Le envío otro video en compensación, de otra canción.
A veces solo el recuerdo importa, como las intenciones, aunque fallen.
Parece que este día veinticuatro, o lo que represente, fue bien vivido, con sus despedidas y nostalgias, las heridas y las amistades, una vida en miniatura. Un gusto leerlo.
ResponderEliminarVarios días condensados... y hay días intensos que valen por una vida.
ResponderEliminarGracias por la visita lectora.