Es la época de la autopromoción del escritor y la escritora. O, al menos, es la época donde un escritor o una escritora tiene que asumir la promoción de lo que escribe si quiere que lo que escribe sea leído.
Entonces, entra el juego de tu ego, de la falsa modestia, o la verdadera, el simular que eso que escribes sobre lo que escribes es una especie de concepción virginal de ti mismo o de ti misma. Parte de ti, pero debe aparentar no ser tú.
Extraño desdoblamiento que busca anularte tratando de hacerte visible. Contradicción del yo literario.
En esa cruz seremos crucificados. Pero quizás nos quede alguna resurección.
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Salgo poco desde que no tengo trabajo de oficina. He vivido de escribir por casi 20 años (para ser más precisa, vivo de todo un proceso de investigación, lectura, verificación, filosofía, autosugestión y lógica para redactar un texto), y lo sigo haciendo ahora desde casa. Así que mis salidas han tomado un aura de rejuvenecida aventura y de repetirme: "tenía meses que no pasaba por aquí".
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Dos semanas de temperaturas altas, altísimas. Es como si el sol te pellizcara la piel.
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Camino por la avenida 27 de Febrero, solo un pequeño tramo. Doblo a la Leopoldo Navarro. El edificio de oficinas públicas que se llama Juan Pablo Duarte, pero todos los dicen el Huacal. Es una linda obra de brutalismo que ha envejecido tal mal como se puede esperar. Seis ascensores. Hay que hacer fila para esperar que uno de ellos abra la puerta y un ascensorista determine la cantidad suficiente de personas que pueden caber para el viaje hacia arriba o hacia bajo y reciba al dictado del número al que se dirige cada uno.
Una hora después, cambio mis tacones en el baño. Calzo unas sandalias, más adecuadas para caminar.
Frente a los ascensores, esperar. ¿Cuál de los seis se detendrá en el piso? Una señora, empleada, se acerca a uno y mira entre la línea que forman las puertas unidas.
- Los botones funcionan para pedir el ascensor. ¿Hay que esperar a ver cuál, de casualidad, se detiene en el piso que uno espera?
La mujer voltea el rostro.
- Pues sí, pero hay otra forma.
Se acerca otra vez a la línea y grita.
- ¡Suban al piso nueve!
Tres minutos después se abre la puerta.
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Afuera, calor. Cruzo la avenida. Busco una sombra. Encuentro una. Espero un vehículo. No pasa mucho tiempo sin que se detenga uno.
- ¿Cuánto hasta la Lincoln?
- Treinta y cinco.
Busco en el monedero. Tengo el cambio exacto. Le pago.
El flujo disminuye cerca de la esquina donde me quedaré. Me entretengo viendo el paisaje. Un autobús (guagua) se detiene en paralelo al carro en que estoy. Una niña, con cara redonda y un cabello crespo recogido en dos colas, me mira con sus ojos muy abiertos, color miel. Sonríe. Sube una mano y la mueve en un gesto de saludo. Sonrío. También alzo mi mano y la saludo.
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La única librería grande de Santo Domingo está en el centro de la ciudad. Es cómoda, y los días de semana va poca gente. Subo a la cafetería, en su segunda planta. Allí, como casi siempre, hay un grupo de hombres hablando en un tono de voz tan alta que parece que hablan a los gritos. Es como uno de esos pogramas de radio/YouTube/podcast en que todos hablan a la vez, alto, y sin respetar turnos, casi siempre opinando sin muchos datos.
Es un grupo asiduo en el lugar. Molestan, creo que lo saben, pero no les importa. Tengo suerte de que se disolvieran una media hora después que llegué.
Ya con los ruidos habituales de fondo (la cafetera que prepara capuccinos, el toqueteo de las tazas y las cucharas revolviendo dentro de ellas, el sonido fofo de la puerta de la nevera cuando la abren y la cierran, el tono suave, casi imperceptible de una conversación a mi derecha, el sonido de tecleo de una computadora) me pongo a leer, en una tableta, un libro sobre cómo escribir guiones.
Me concentro y tomo notas en mi móvil. Pasan el tiempo y miro la hora en la pantalla del móvil. Falta una hora para mi clase de inglés. Debo irme, pero antes recorro algunos pasillos. Veo libros sobre maternidad. Toma la foto de uno de ellos. Lo compraré luego. Bajo y busco lo que siempre busco cuando voy a esta librería, la esquina donde ponen los libros de poesía. Voy a la esquina derecha del librero del segundo pasillo. Hay novelas, pero no poesía. ¿Dónde está la poesía?
Sigo recorriendo, mirando en la parte baja de los libreros, en los estantes en las paredes... hasta que por fin encuentro donde ha sido reubicada la poesía. Ahora está en el esquina izquierda del librero del cuarto pasillo. No veo novedades que me interesen. Sí hay dos ejemplares de una antología de Anne Sexton. Sonrío. La tengo. Repaso varias ediciones de los libros de Rupi Kaur. Es famosa y ha vendido millones de copias. No me gusta lo que escribe, pero entiendo porque gusta lo que escribe.
Me marcho prometiéndome volver. Antes de salir, volteo. Suspiro sobre algunas nostalgias momentáneas escondidas en esos pasillos. Les digo adiós.
Escribir para gustar tiene que ser una condena... bien pagada pero una condena...
ResponderEliminarA los gritones hay que amordazarlos y si no mejoran taparles también la nariz.
"La esquina izquierda del librero del cuarto pasillo" pudo haber sido el nombre de un blog sobre poesía, excepto que, bueno tampoco lo encontrarían muy fácil.
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