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noviembre 26, 2024

26 de noviembre

Limpiar un closet es una trampa.

Estornudos después de levantar el polvo, de limpiar, empiezas a revisar cajas y bultos.

Seis cajas de distintos artículos, guardadas por alguna razón no lógica sobre garantías. Un bulto de ropa de maternida que no usé porque no alcance la talla para ella... 

Pausa.

Una cesta llena de ropa pequeña de un hoy preadolescente. 

Pausa.

Mido la mini ropa sobre la espalda del preadolescente. 

- Es la ropa que usaste cuando acabaste de nacer.

- Era yo chiquitito. 

Se ríe. Le doy un beso en la frente. Retoma su juego en el móvil.

Cortinas con más años que el preadolescente. Bien cuidadas. Bien guardadas. Las saco para regalarlas. Las daré sin mucho comentario, pero ellas llevan ciertos aromas de felicidad y tristeza que no podré traducir. 

Otras cortinas, otras sábanas. Unas para botar, otras para lavar y volver a guardar. Todas con ciertos aromas de felicidad y de tristeza que me hablan para despedirse.

Algunas no dicen nada. No me dicen nada.

Pausa.

Termino la limpieza.

Me acuesto en la cama boca arriba. Acaricio las sábanas recién puestas en la cama. De ellas, pienso, un día solo me quedará el aroma, o la sensación, o nada.

Limpiar un closet es una trampa.

noviembre 22, 2024

El niño y la Odisea

Fui a un recital en el último día de la Feria Internacional del Libro Santo Domingo. El nombre del recital era, según mi juicio, feo y de mal gusto, desfasado. Pero fui porque quería leer, porque un poema se hace cuerpo cuando se lee y me gusta ver un poema desnudo. Leí, antes de los poemas, esto:

"Defender la palabra contra la música, el sentido contra el sonido, la verdad contra la belleza, lo natural contra lo acabado. Acudir a un congreso de poesía y pronunciar, como forma de protesta, la palabra lechuga". Batania (Neorrabioso)

Salí de allí empoderada, con mi vestido negro y de lunares blancos, mis zapatos rojos, mis labios de rojo, y un pago por leer poesía que gasté en dos libros media hora después y, más tarde, en la merienda de la semana para mi hijo. También me habían regalado un bono para un libro.

Había que anotarse en una lista y hacer una fila. La fila era larga. Mientras hacia mi turno veía a mi alrededor. Mucha gente caminando de un lugar a otro, muchos niños, padres con caras de hastío y cansancio, dando espacio a un paseo, a un libro regalado para sus hijos, a una salida sin muchos gastos. Era el último día de la FIL y era como todos los últimos días de la FIL: un mar de gente.

Ya me dolían los pies. La fila avanzaba poco, pero no tenía intención de abandonar la posibilidad de elegir un libro dentro de un grupo de libros que quizás tenían años guardados en un almacén. La posibilidad de encontrar una joya. En esos pensamientos estaba cuando detuve mi mirada.

Bajo un alero de la edificación, uno de esos hechos bajo un concepto de arquitectura y arte, estaba un niño sentado. Tenía su atención concentrada en un libro que agarraba con propiedad entre las manos. El niño leía, al parecer, en voz alta, pues veía sus labios moverse, pero no podía escucharlo. Ponía el libro en su regazo, acercaba el libro a su rostro, lo alejaba, lo volvía a acercar. Me detuve en el título. La Odisea. 

Tomé varias fotos con mi móvil. Luego me debatí si debía compartir su imagen, su rostro, en las redes sociales. En ese momento la chica frente a mí lo llamó. "Ey, muchachito, ven acá". 

El chico se acerca. Le calculo unos doce años, quizás menos. 

- Oye, tú te puedes acercar a la mesa de los niños y pedir un libro para mi sobrina.

- No, no puedo. Ellos me anotaron en la lista y ya fui. No van a querer darme otro libro. 

Mientras responde, lo observo. Su ropa está desgasta, igual que sus zapatos. Su piel está cubierta de marcas oscuras, como recuerdo de alguna lesión cutánea ya sanada. Su pelo es ondulado  y abundante, como si tuviera mucho sin ir a una peluquería. Habla bajito, pausado. Tiene ojos vivaces. 

Se retira nuevamente a su rincón. Solo. Levanta el libro y lo acerca otra vez a sus ojos, cubriendo su rostro totalmente. Aprovecho y le tomo otra foto. Ahora su rostro no se ve. Otros niños juegan a su alrededor, algunos bajo la mirada atenta de sus padres. "¡Bájate de ahí!", grita una mujer a una niña que trata de subir por el camino que forma el alero artístico bajo el cual un niño solo lee La Odisea.

La Odisea. El viaje de regreso de Odiseo, o de Ulises, a su casa, a Ítaca. La Penélope que espera, el hijo que espera, los hombres que lo creen muerto, el Odiseo que llega, que mata, que triunfa. 

El niño y La Odisea. La ropa gastada, los ojos vivaces, sus labios repitiendo lo que lee, ignorando la algarabía, el gentío, a la empoderada poeta que pronunció la palabra lechuga en una sala climatizada, antes de leer tres poemas en un recital nombrado con una expresión desfasada, de mal gusto. El niño leyendo su versión infantil de La Odisea. Un niño solo leyendo sobre Odiseo, Ítaca, Penélope, Telemaco, los hombres, la furia, la venganza, el triunfo.

La fila avanzó. Dejé al niño atrás. Entre los libros a elegir había poco que elegir. Atrapé uno de Eugenio María de Hostos, "La educación científica de la mujer". 

No quise ver nuevamente hacia el lugar en que vi al niño leyendo. 

Compartí la foto en Twitter. Recibí decenas de comentarios de respuesta. "Hay esperanza" era la expresión más usada. Alguien me reclamó porque no me acerqué al chico y le pregunté por su nombre, o dónde vivía, o porqué leía con el libro tan pegado al rostro. 

Fui una niña sola que leía. Sé que ningún niño o niña que lee en soledad no quiere ser interrumpido. Menos por una poeta que observa y toma fotos, con un vestido negro con lunares blancos, con zapatos rojos, con los labios pintados de rojo. Un niño o niña leyendo solo es un niño o niña que está viajando y nadie quiere interrumpir un viaje para responder las preguntas de una adulta que no conoce. 

Quizás el reclamo venía por el lado de que pude ser la salvadora sobre alguna situación alrededor del niño. ¿Salvarlo de qué? ¿Salvarlo de leer? ¿Entregar su imagen al morbo virulento de la sacralización de una pantalla? 

Mientras leía esos mensajes recordé que ese día, al caminar a una de las salidas de la Plaza de la Cultura, pensaba en mi soledad, en mi niñez y los libros que he leído. Pensaba en que aún no he leído La Odisea, en la ropa desgastada del niño, en sus ojos vivaces, en su rostro tranquilo, en su voz pausada, en su lectura en medio de la algarabía, en que parecía estar ahí porque quería, en que sabía que ningún adulto le diría "ya, vamonos" o "vamos a comprar un helado".

Pensaba en la odisea de ese niño, en el regalo de verlo y de no haberlo interrumpido. Y deseé que llegara a su Ítaca, que lo esperaran allá, que se vengara y que triunfara. 


noviembre 21, 2024

21 de noviembre

Nada te prepara para verlo caer, agitando su cuerpo, buscando aire, su rostro violeta, sus ojos fuera de lugar.

Nada te prepara para ser empujada, que te lo quiten de los brazos, que urgen en su boca.

Nada te prepara para las preguntas, para la suposición, para tus gritos sordos de que no, no es eso.

Nada te prepara para verlo sobre el hombro de otra persona, reaccionando, llamándote a gritos, mientras corres pensando que es el último día con él. 

Nada te prepara para escuchar sus palabras entrampadas, balbuceando, casi sonámbulo, casi dormido.

Nada te prepara para su enojo, su llanto, su queja, sus empujones. 

Nada te prepara para la calma simulada, la ignorancia de tus pedidos, la bruma de todos contra ti, de la renuncia y la entrega.

Nada te prepara para el alivio y el grito contenido, y el nudo en tu cuerpo, y su mano en la tuya.

Nada te prepara para verlo, sentado, cantando. Al "aquí no pasa nada" y la incredulidad ante su respiración, ante sus ojos calmos.

Nada te prepara al llanto de tu cuerpo desatado, de besar sus ojos dormidos, de tocar su pecho y comprobar que respira, que su corazón late.

Nada te prepara para levantar la cabeza y sentir el alivio de la segunda oportunidad, la respuesta al deseo de que no pasará, al guiño del ahora no.

Entonces, agradeces que la petición siga vigente, esa que susurraste una noche mientras lo acunabas.

"Primero yo, primero yo".

***

Cuentas mal sacadas. Vendí casi treinta poemarios. O algo así. La mayoría de los vendidos fueron de la edición de mi primer poemario, ese libro del que a veces me arrepiento, pero tiene bonita portada.

Los vendí con rosas, y los regalé también. 

"Mira este poema. Es ella". Dijo casi en susurro a su madre. "¿Quién es ella?", pregunté. "Este poema es como lo que le gustaba a escribir a mi prima, que murió". "Que bueno que la encuentras en ese poema", le dije.

"¿Puede leer un poema", me preguntó. "Claro", le respondí. Lo leyó en voz alta. Hizo una pausa. Lo volvió a leer. "Es profundo". No me compró un libro, pero me contó su historia de amor con Sara, su esposa. Tienen 52 años juntos. Pienso en que me gustaría escuchar la versión de Sara.

"No tengo dinero para comprarlo", me dijo, mientras lo leía. "A ver, ¿cuánto tienes?", le pregunté. "Tengo cien pesos", me responde. "¿Ese dinero incluye tu pasaje"?, le pregunté. "Sí", me responde. "Bien, vamos a hacer una cosa. Me das cincuenta pesos y te llevas el libro", le propuse. "Está bien", me dijo. Salgo a cambiar la papeleta de cien, volteo a verla. Sigue leyendo. Regreso a la mesa, le doy sus cincuenta, me quedo con mis cincuenta. Le paso el libro y la rosa. Agradece emocionada. "Es la primera vez que me regalan una flor", me confiesa.

Ya no tengo ejemplares de Arraiga, mi segundo poemario. Hay que reeditarlo.

***

Haciendo paz con la ansiosa idea de superar el límite de mi tiempo.

noviembre 05, 2024

5 de noviembre

- No pude ir al cementerio a llevarles flores. Ni una vela le pude encender aquí. No tengo dinero.

La escucho. Es el día siguiente al de los Fieles Difuntos. Sus memorias se cruzan y confunden. Hace años que no va a un cementerio, posiblemente décadas. Cuando dejó de hacerlo, debido a sus problemas de movilidad, la recuerdo encendiendo velones a las fotos de Cristino, su segundo y último marido, a su papá, a sus hermanas y nietos fallecidos para ese momento, y a la memoria de todo aquel del que tenía un recordatorio de fallecimiento.

Colocaba las fotos y los recordatorios impresos en una esquina de su gavetero y ahí encendía su velón o velones. Siempre había una imagen de Santa Clara y de José Gregorio Hernández, el médico santo para la gente, pero aún no oficialmente para la iglesia católica. “A Santa Clara para que le aclaré los caminos a ellos”, me llegó a decir alguna vez. Supongo, porque nunca se lo pregunté, es que quizás ella ha creído siempre que quien muere necesita claridad para llegar a algún lugar, al cielo, al paraíso. Eso que se promete para los que se van.

No sé en qué momento exacto dejó de encender las velas. Supongo nuevamente que pasó cuando ya no pudo ir a comprar sus velones, o no encontró quien se los comprara sin la advertencia del peligro de un incendio en la casa. Las imágenes de Santa Clara y de José Gregorio Hernández deben andar perdidas en algún lugar. Pero ella recuerda a sus muertos, lamenta no llevar flores, lamenta no ayudarles a ver el camino más claro al paraíso.

***

Calculo que José Soriano, mi bisabuelo materno, murió o a final de la década de 1960 o a comienzos de la siguiente, 1970. Y lo supongo, otra vez las suposiciones, porque fue antes de que naciera el último hijo de mi abuela, antes de que se casaran mis tías y antes del nacimiento del primer nieto de mi abuela.

Así que mi bisabuelo José debe tener más de sesenta años que falleció. Y creo que jamás se imaginó que después de tanto tiempo ido de este mundo su nombre y presencia estaría presente siempre entre una bisnieta y su hija menor.

“Soñé con mi papá anoche. Estaba al pie de la cama”. “Mi papá me enseñó a montar caballo”. “Mi papá me mandó a La Victoria porque un Trujillo me quería usar, y yo era una niña”. “Mi papá cocinaba muy bueno, sí”.

Ella nunca lo olvida. Ella siempre me lo recuerda.

***

El día de los difuntos fue creado a partir del temor al “fin del mundo”.

Según leí un día, el abad benedictino francés Odilón de Cluny llamó a orar por los muertos a partir del 2 de noviembre del año 998, porque estaba convencido de que el mundo se acabaría en el año 1000. Todo esto porque el abad, hoy santo de la iglesia católica, quedó enganchando en un texto del libro del Apocalipsis que dice: “y cuando se hubieren acabado los mil años será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar naciones” … y luego más o menos se reseña que salvo los santos, que quedarán protegidos, para el resto “descenderá fuego del cielo que los devorará”.

El asustado abad impuso la oración para los santos y la iglesia católica vio una oportunidad en ese miedo, como antes, para borrar del mapa una fiesta dedicada a los muertos que se realizaba para esas fechas en Europa, de origen celta, que hoy conocemos con Halloween.

El mundo no se acabó en el año 1000. Así que recalcularon el mal augurio para el 1033, a los mil años de la muerte del Jesús bíblico. Tampoco se acabo el mundo para esa fecha (ya el asustadizo abad no estaba con vida para hacer nuevos cálculos). Así que se fingió amnesia, se echó al olvido el famoso cálculo del fin del mundo y se dejó el culto a los difuntos.

Casi mil años después, parece que el Halloween vino a recuperar el espacio robado.

***

Acostumbrándome a ser la tortuga y no la liebre.