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marzo 29, 2023

29 de marzo

Hace 17 años compraba flores varias veces al mes detrás del Mercado Modelo, calle Benito Monción. Hacia una parada antes de llegar al trabajo. Rosas. Caminaba extasiada, dueña de algún misterio con olor, forma y color de esas rosas. Las colocaba en un florero, con un poco de agua. El pequeño cubículo y las rosas. 

Mucho tiempo después vi una película, The Hours. Habían pasado años de su estreno. Uno de sus personajes era Virginia Woolf. Había leído un solo libro de ella, que reunía varios de sus relatos. Aún, ninguna de sus novelas, ni sus ensayos. Solo ese libro, un regalo con una dedicatoria sobre un alegado paralelismo con lo que Woolf escribía, o quizás con su historia, o quizás con sus inquietudes, o quizás con las rosas que me veían llevar varias veces al mes. 

Compré el libro en que se basó la película. Leí un ensayo de Woolf. La escuche leer en un video de YouTube. Trate de leer una novela de ella. 

Varias veces al año compro flores. También está quien me las regala, porque sabe que me hacen dueña de algún misterio con olor, forma y color de esas flores.

Hace tres semanas volví a ver la película. Hace dos semanas empecé a leer la novela Mrs. Dalloway de Woolf. Obvié el prólogo de Vargas Llosa. 

"La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores".

En los siguientes días, un misterioso hueco, con olor, forma y color de las decenas y decenas de flores que compré y me regalaron se instaló en mi estómago. 

Respiré, comí, caminé, dormí y me desvelé sentada en ese hueco. 

Luego entendí.

Tenía que hacer una parada, mirar las sombras de las flores, aceptar su innecesario misterio y mirarlo.

Poema 23 "una mirada desde la alcantarilla/puede ser una visión del mundo/la rebelión consiste en mirar una rosa/hasta pulverizarse los ojos". Alejandra Pizarnik.

El misterioso hueco ya no tiene ni el olor, ni la forma ni el color de mis flores. Ahora es un jardín.

Todavía no termino de leer la novela.

marzo 15, 2023

15 de marzo

-  Dios lo ve todo, aunque creas que no. Aunque trates de esconderte, él ve lo que haces.

La señora predicaba de manera sosegada pero contundente, en voz alta, pero no a los gritos. Volteé a verla y tenía una expresión ambigua en el rostro, entre alegría y severidad. 

Volví la mirada a otro lugar. Siguió con su mensaje evangelista pasivo agresivo. 

Recordé un poema. Sonreí.

***

Hoy conocí a Sara Pérez. 

Cuando era casi niña y casi joven, la leía. En su columna era irreverente, arrojada, inteligente. Admiraba eso y me emocionaba leerla. Cambió de periódico y siguió escribiendo, luego la encontré en Facebook y la seguí y ella me siguió. Personas en común que nos conocían a ambas y no nos conocíamos. Agendamos por años un encuentro, hasta que por fin pudimos cumplir esa nota de agenda.

Conversamos. Comimos y bebimos y conversamos. 

Es una dicha extraña conocer a alguien que admiras por lo que escribe, y mantener la admiración al final de una conversación de tres horas, después del café y el presecco.

Compartimos el taxi y seguimos conversando. En algún momento hablamos de escritores, y de escritores sobre una reunión de escritores donde ella estuvo, y llegamos a nombres y un nombre me recordó el poema. Entonces hablé de la señora del Metro que predicaba y del poema que me recordó. 

Lo busqué en el móvil. Lo leí en voz alta.


Clase de religión (Soledad Álvarez) 

Dicen que Dios está en todas partes

que todo lo ve.

¿En todas partes, Dios

todas las guerras el hambre viva los estómagos

embalsamados

el ojo inmenso

de cíclope insomne de Dios, lo ve?

La sangre en la cisura brutal del estupro

el puñal del asesino la ferocidad del mal

¿y no se espanta Dios no llora no toma partido

la eternidad imperturbable?

Lo nimio también lo ve Dios.

La araña tejiendo el hilo de seda para la presa

la hormiga en busca del alimento

¿también a mí me mira cuando me miro desnuda

frente al espejo

cuando me peino fumo a escondidas quiero matar

y me avergüenzo?

Perdí la virginidad bajo la mirada de Dios.

El gran voyeur.


marzo 06, 2023

6 de marzo

 Desde el lado contrario los veo caminar. Mujer, hombre y dos niñas. 

Deben cruzar una avenida. No hay pasos ni puentes peatonales. El hombre carga a ambas niñas, una en cada brazo. Voltea la cabeza a un lado, entrecierra los ojos. La mujer hace lo mismo. Dan un paso adelante, dan un paso hacia atrás. Coordinados, nerviosos. 

Cruzan.

Sus pasos largos los dejan en una isleta. Un espacio que estoy segura estaba para otro uso, pero la prontitud de la inauguración antes de finalizar el periodo de gobierno, o el presupuesto acortado a pellizcos de cubicaciones extras, lo convirtió en una isla media desértica, con una población escasas de palmeras media secas.

Para saltar a los pasos coordinados, nerviosos, hay una barrera. Un metal que sirve para evitar que un automóvil cruce del otro lado, quizás, o puesta ahí porque tal vez el diseño decía que ahí iba, o tal vez porque no iba, pero había que poner algo. Ambos alzan una pierna, el hombre, con las dos niñas en cada brazo, hace el equilibrio justo, necesario, para que las niñas sigan a salvo lejos del piso. La mujer, con sus brazos libres pero con el susto vivo, pisa la frontera más allá de la barrera primero que su pareja. 

Se alinean, voltean la cabeza hacia la dirección que vienen los carros, autobuses, motocicletas... entrecierran los ojos. 

Miden el paso. Vacilan. Miden, otra vez. Vacilan, otra vez. Se quedan quietos. 

Espejea el asfalto. Mareas grises, sin otra agua que la dureza derretida en los ojos.

El primer paso firme. La carrera. 

Llegan al otro lado. 

Han vencido.