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noviembre 16, 2006

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Al llegar, luego de dos horas de retraso, camine ansiosa hacía la salida del aeropuerto y afuera pude enfrentar mis recuerdos con la realidad que se desvelaba, poco a poco, ante mis ojos.

Cientos de luces, como estrellas caídas del cielo, alumbraban Caracas desde las faldas de las montañas que la rodean. Respire y sonreí. El calor de la costa de Maiquetía me desperezaba, mientras un olor distinto invadía mi memoria.

Camino a casa (es difícil sentirla de esa manera) fui descubriendo otra ciudad distinta a las imágenes que celosamente guarde por más de 16 años. La mirada se me perdía en la inmensidad del paisaje, mientras recordaba mi otra mirada; la de mi niñez. Y mis lágrimas antiguas regresaron, silenciosas y tiernas, y me regalaron una canción nueva, mientras los duendes de mis fantasías se despedían, sin contratiempos, de mis manos.

Y todo era palpable, intensamente palpable. Los edificios altos, el latir continuo de la gente en la calles, el olor renovado, mi barrio…y de la casa que, imperturbable, había esperado el aliento de mis pisadas por tantos años. Extraña, si, pero indudablemente la misma que cobijo mis añoranzas de infancia.

Al recorrer sus rincones fui despidiendo las imágenes, que encerradas, habían aguardado mi regreso. Entonces todo estuvo vacío y pude besar a la abuela que, con ojos tristes, no reconocía a la joven que la saludaba y ver al tío, cuyo rostro el tiempo había cambiado.

Luego, presurosa, fui hasta mi habitación y abrí la ventana. Allí, delante del muro que me había arrebatado el paisaje, pude hacer las paces con mis recuerdos y dejarlos ir.